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          El Gato Negro era un bar muy reciente en la zona de Malasaña. Se estaba haciendo cada vez más popular entre la gente joven que iba a disfrutar de la música en directo que ofrecía tres noches en semana, pero el plato estrella lo servían los viernes. De normal, distintos grupos venían y tocaban versiones o su propia música los jueves y sábados, pero nunca dos semanas seguidas. Alba Reche era la única que tenía su noche propia todas las semanas y nadie se atrevía a ir un viernes con intenciones de tocar en El Gato Negro. Los viernes eran suyos.

          No había un solo día que Alba Reche no llenara el local. Su voz magnética atrapaba a toda persona que pasara cerca y hacía que como mínimo entrara al bar y se bebiera una cerveza mientras escuchaba un par de sus canciones. Y es que tenía algo que borraba cualquier problema que tuvieras en la cabeza porque era imposible pensar en cualquier cosa mientras ella cantaba.

          Pero por desgracia, aquella noche no era la mejor para Alba Reche. Aquel día había tenido una discusión con un compañero de carrera en la que casi se había dejado la voz y ahora, mientras entraba a El Gato Negro, le iba a tocar cargar con las consecuencias. Entró al bar con su guitarra colgando de un hombro en su funda un par de horas antes de que abriera. La recibió Miki, que en ese momento estaba limpiando la barra.

- ¡Alba! Vaya cara traes, mujer. ¿Ha pasado algo?

- Mejor ni me preguntes, Miki.

- Hostias -dijo él al escuchar su voz-. ¿Cómo vas a cantar estando así?

- No tengo ni idea. ¿Me puedes hacer un té con miel cuando acabes, por favor?

- Claro, faltaría más -dejó el trapo con el que estaba limpiando y entró a la cocina.

          Cuando Alba quiso responder, Miki ya había cerrado la puerta de la cocina. Se acercó al pequeño escenario. Ocupaba una esquina del bar y consistía en una simple tarima de madera llena de cables pegados al suelo con los que se tropezaba constantemente. Dejó la guitarra en el suelo y fue a la trastienda a por el taburete en el que siempre se sentaba, pero se la encontró cerrada.

- ¡Miki! -gritó, a lo que le siguieron varias toses. Él le lanzó la llave por toda respuesta-. Gracias.

          Afinó la guitarra, la conectó a los altavoces, la volvió a afinar y dio un sorbo a su recién hecho té con miel. La guitarra insistía en desafinar la última cuerda, y llegó a un punto en el que Alba decidió desistir. Sin voz y con la guitarra desafinada. La noche pintaba bien.


          A eso de las diez, Miki decidió dar comienzo a la noche. Las mesas ya estaban llenas y en la barra se acumulaba gente esperando. Las cervezas se sucedían una tras otra y los camareros trabajaban a toda máquina esquivando gente por todo el bar y saltando de una mesa a otra. Un caos que nada tenía que ver con la realidad, aquella noche estaban excepcionalmente llenos, pero eso lejos de motivar a Alba, la preocupaba.

- No puedo salir ahí, Miki.

- Ya verás que sí, siempre lo bordas.

- Pero esta noche no, tengo una mala sensación y hay demasiada gente como para defraudar. No quiero que pierdas clientes por una mala noche.

- No voy a perder nada, lo único que puede pasar cuando tú sales a cantar es todo lo contrario. Y ahora venga, voy a presentarte y das lo que puedas, ¿vale?

- De acuerdo -le abrazó y el chico caminó hasta el micro que había en el escenario.

          Suspiró y acarició las cuerdas de la guitarra. Tampoco sonaba tan mal. Solo esperaba que no pasara nada que terminara de fastidiar su noche.

          Obviamente la cosa no podía terminar ahí. Consiguió cantar seis canciones hasta que su voz empezó a fallar y tuvo que disculparse por ello, y los aplausos fueron más tímidos que otras noches. Pero la guinda del pastel vino cuando estaba cantando una de sus canciones propias, justo la última, y la cuerda de abajo de la guitarra se saltó. Suspiró y la terminó como pudo con un nudo en la garganta, dejó la guitarra apoyada en la silla en la que estaba sentada y bajó del escenario tras murmurar un "gracias" al micrófono. Miki la miraba con pena desde la barra. Se acercó y le dio un abrazo de los suyos, de esos que parece que te van a asfixiar pero que te recomponen un poquito. En lo más profundo, Alba se lo agradecía, pero sentía que esa noche había tocado fondo en el escenario. Y le daba rabia, porque sentía que le había quitado el tiempo a otra persona que podría haber tocado en su lugar y darse a conocer entre el público del bar. Ella ya tenía su huequito ganado en El Gato Negro, pero sabía que mucha gente estaba esperando para poder tocar cuando pudieran. Suspiró con pesar y volvió al escenario para recoger su guitarra y los cables cuando la atención ya se había dispersado y las conversaciones reinaban en el lugar. Quitó la cuerda rota y guardó la guitarra en su funda cuidando de que no le pasara nada más. Terminó de enrollar los cables, los guardó en sus cajas y salió del bar sin pararse a conversar con la gente de la barra, como solía hacer. Se despidió de los camareros y con la guitarra al hombro, se encaminó hacia su casa.

El Gato Negro // AlbaliaWhere stories live. Discover now