Parte 43

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—¿Quién es? —preguntó Bea.

—La tarada de mi hermana —contestó Hugo mirando los mensajes por encima.

Mentiras, mentiras, mentiras.

—Hugo, ¿es algo malo? Se te ha puesto mala cara. —Bea le miró con desconfianza.

—Porque me pones malo —cambió su gesto preocupado por uno más pícaro.

Ella resopló.

—La que se va a poner mala soy yo. De frío —dijo impaciente.

—Vamos a las tiendas y te hago entrar en calor.

Sus palabras no se correspondían con su actitud. Ni siquiera la miró, tenía los ojos fijos en el móvil. Bea se cruzó de brazos.

—Te presto una sudadera, la he dejado en la mochila —Hugo le acercó la manta de avión—. Ponte esto mientras.

Salieron del estacionamiento y entraron en la zona del camping, que estaba aún peor iluminada. Había algunos faroles en el camino principal, pero para llegar a las tiendas tuvieron que usar la linterna del móvil de Hugo. Él estuvo muy callado durante todo el camino. Bea se olía que pasaba algo, pero no quiso insistir. Cuando llegaron, cada uno buscó ropa de abrigo por su lado.

—Con lo caros que estaban los minis no entiendo cómo me ha podido caer tanto alcohol encima. —Hugo salió de su tienda—. Esta camiseta vale por lo menos cuarenta euros en alcohol. Voy al baño y a cambiarme.

—Te acompaño —le dijo Bea.

—Las cosas que haces con tal de ver mi torso desnudo.

—No me hace falta más que chasquear los dedos para desnudarte, flipado. —Se cruzó de brazos—. Pero si quieres privacidad, no tienes más que decirlo.

Él le entregó una sudadera gris y se quedó con una camiseta limpia en la mano.

—¿No tendrás un piti por ahí?

Bea buscó en la tienda. Encontró el paquete, sólo le quedaban tres y no sabía si podría conseguir más aquella noche. Le ofreció uno. Eso no lo habría hecho ni por la mejor de sus amigas.

Mientras contemplaba los dos solitarios cigarros que le quedaban, volvió a decirse a sí misma que tenía que dejar de fumar.

—Eres la mejor. —Hugo le dio un amistoso beso en la mejilla.

Se encendió el cigarro y se alejó, dejando atrás a una solitaria Bea.

En cuanto pudo, dejó de usar la linterna del móvil. Examinó los mensajes mientras iba al baño, tratando de mantener la cabeza fría.

Wences no solo no sabía respetar a las mujeres, sino que tampoco sabía perder. Se había vuelto loco y al no tener el móvil de Bea, le había enviado a él una cantidad preocupante de mensajes. Eran insultos y amenazas que iban dedicados sobre todo a ella.

Era interesante, desde el punto de vista semántico, como aquel tipo era capaz de criticar a Bea por tener demasiada actividad sexual y no la suficiente, en la misma frase.

En opinión de Hugo, a Wences se le iba la fuerza por la boca. No se preocupó lo más mínimo por las amenazas físicas. No se planteó buscar a sus demás amigos para estar más respaldado. Ni siquiera le preocupó que Bea estuviese sola.

Era otra de las amenazas la que le alarmaba. Demasiado fácil de ejecutar y un idiota como Wences la podía cumplir en cualquier momento. Tenía que hacer algo.

Sintió vértigo al caer en la cuenta de lo vulnerable que era Bea en aquella situación. En lo fácil que fue para el perdedor de su ex arruinarle la vida, en cómo otros hombres se aprovecharon de eso, en lo sencillo que era para Wences perpetuar aquella pesadilla que llevaba años torturándola.

Si me dices que noDonde viven las historias. Descúbrelo ahora