III - Adiós, amor mío

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Amirah

La escalera de mármol parecía interminable.

La falda escarlata de su vestido revoloteaba tras ella a medida que bajaba, como las alas de una delicada mariposa. Los collares de perlas que colgaban de su cuello chocaban entre sí con cada uno de los apresurados pasos que daba, causando un singular tintineo que sólo conseguía incrementar su nerviosismo.
Un rápido vistazo al reloj de oro que colgaba de su cintura le confirmó sus sospechas: le había dedicado más tiempo del esperado a su audiencia con Ser Hagan y ahora llevaba un retraso terrible.

Le quedaban dos opciones: arriesgarse a que alguien la viera atravesando el castillo como un potro desbocado y presentarse a tiempo, o caminar al paso sosegado que se esperaba de una dama, aunque eso conllevara la posibilidad de llegar demasiado tarde.

Sonrió para sus adentros, porque sabía que en realidad la decisión era evidente. Se recogió el vestido para correr con más libertad y apuró la marcha. Al fin y al cabo, ya quedaban muy pocas cosas que pudieran hundir aún más su reputación, y una ligera carrera difícilmente sería una de ellas.

Continuó todo derecho en dirección al ala norte, donde los Grandes Apartamentos estaban localizados. Cortó camino cruzando el comedor principal y el Gabinete de Curiosidades del rey, donde se exhibían los objetos más impresionantes traídos de todos los rincones del reino.

Antes de doblar una esquina se detuvo unos instantes para tranquilizar su agitada respiración. Saludó con una inclinación de cabeza a los guardias apostados fuera de la puerta que marcaba el inicio de los Apartamentos, quienes le dedicaron una pequeña reverencia antes de dejarla pasar.

El salón de visitas estaba vacío. La dama sintió como su corazón se encogía al considerar por un momento que había llegado demasiado tarde. De repente las puertas en el otro extremo de la estancia se abrieron, dando paso al perfil masculino que adornaba todas las monedas de Almaine.

—Su Excelencia —reverenció Amirah, aliviada de verlo. Su reverencia estaba tan bien ensayada que la diadema de oro que llevaba puesta no se movió ni un ápice.

El rey se acercó a su amante seguido de sus ministros y consejeros. Por la sonrisa que llevaba en sus labios, cualquier persona hubiera creído que llevaban semanas sin verse, cuando en realidad habían sido tan solo algunas horas.

—Lady de Beville. Pensé que tendría que partir sin ver su dulce mirada por última vez —la barba del monarca le hizo cosquillas cuando le plantó un delicado beso en la mejilla.

—Necesitamos hablar.

El rey simplemente asintió.

—Acompáñame a la salida. Los miembros de la Guardia Real deben de estar impacientándose por mi ausencia —le ofreció su brazo para que ella se apoyara—. ¿Ya te había dicho lo encantadora que te ves con ese vestido?

—Solamente cada vez que me lo pongo —respondió ella.

—Podrías usar un vestido nuevo todos los días. Es más, voy a decretar que lo hagas. En cuanto regrese de mi viaje doblaré tu asignación.

—Me parece que Ser Ferran, nuestro querido Maestro de la Moneda, tendrá una opinión muy diferente.

—Sin lugar a duda, pero Ser Ferran se queja por todo. Al menos en esta ocasión estaría discutiendo con él por algo que en verdad vale la pena.

Ella negó con la cabeza, conteniendo la risa. Ulrech siempre conseguía hacerla reír, incluso en los momentos más inoportunos.

—¿Cómo estuvo tu mañana? —le preguntó él en un tono más bajo, aunque los guardias cercanos a ellos aún podían oírlos claramente.

—Como siempre, no he parado ni un momento. Me levanté al alba, fui a hacer oración y a visitar a los niños del hospicio. Luego tuve una plática de dos horas con Ser Hagan donde aprendí por qué debemos plantar más trigo que cebada este año. Además, me vi forzada a mediar otra de las disputas de Ser Rowan y Ser Zander.

—¿Por qué discutían en esta ocasión?

—¿Por qué crees? —le cuestionó Amirah, y admiró discretamente el rostro pensativo del monarca. Era bastante atractivo, y se notaba a leguas que la sangre de los Sangelion corría por sus venas, con los típicos cabellos dorados y ojos verdes de la familia real.

—Si Ser Zander estaba involucrado, entonces se trataba de una cuestión de faldas. No obstante, Ser Rowan ha estado metido en varios problemas de dinero últimamente. Me rindo —admitió Su Excelencia.

—Ser Zander juraba que Ser Rowan le apostó una de sus hermanas en una partida de cartas, pero ninguno de los dos lograba recordar quién había ganado, lo que dejaba el futuro de la dama en una situación bastante comprometedora. 

Él asintió conforme después de escucharla.

—Estoy seguro de que fuiste capaz de encontrar una solución magnífica a ese problema, pero me temo que tendré que esperar hasta mi regreso para escuchar el final de la historia.

La comitiva salió por la puerta principal del castillo, abierta de par en par para la ocasión. Un número considerable de nobles ya se encontraba en el patio exterior para despedir al monarca, mientras que el resto de la Guardia Real estaba en sus posiciones esperando recibir instrucciones.

Cuando el carruaje real estuvo a la vista, Amirah se colocó frente al rey aún a sabiendas de que toda la corte los observaba.

—Vas a romperme el corazón si te vas a Zafra. ¿Es eso lo que quieres?

Él acarició su mejilla con el dorso de la mano.

—Tengo que ir, Amirah. Tenemos que asegurarnos que nuestros aliados sigan siendo fieles a su palabra, y sabes que no me fío de las intenciones que se plasman por escrito. Es imperioso que vaya en persona.

—Siempre me llevas contigo en este tipo de situaciones. Por favor, permíteme acompañarte —suplicó—. Te aseguro que no te ocasionaré ninguna molestia. Ni siquiera notarás que estoy ahí a menos que me pidas lo contrario.

Él desvió la mirada y suspiró.

—Yo también preferiría que vinieras conmigo. Sin embargo, dada la situación actual, sin ninguno de los dos en la capital este reino se derrumbaría en tres días. Además, estaré de regreso antes de que te des cuenta, y me llevo a los mejores hombres para cuidarme las espaldas —le dijo guiñándole un ojo, un gesto incorregible que sus tutores nunca le habían logrado quitar del todo. Lady de Beville se esforzó por sonreír a pesar de su malestar. Lo último que quería era que él se fuera con una imagen de su rostro compungido.

—Eso no es verdad. Te llevas a Silas —refunfuñó mirando al gigantesco Capitán de la Guardia, quien se paseaba de un lado a otro del patio como un león enjaulado. A sus ojos, ese hombre tenía de caballero lo que ella tenía de santa.

—Cuando irán a comportarse civilizadamente ustedes dos —replicó Ulrech. Tomó la delicada mano femenina, aquella en la que llevaba el anillo en forma de cabeza de león, y la besó delicadamente.

—Regnum in manu —musitaron ambos al mismo tiempo.

Volvió a besarla rápidamente en la mejilla y se separó de ella. Se giró hacia la asamblea y le dirigió un corto discurso de despedida, el cual fue recibido de manera solemne. Después subió al carruaje flanqueado por los guardias. A la señal de Ser Silas, éste se puso el movimiento y salió del castillo.

Lady de Beville permaneció de pie en su lugar aún cuando el carruaje pasó a ser un minúsculo punto en el horizonte, y la mayoría de los nobles se había ido. Carraspeó para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta. Preferiría mil veces pasarse los días sin dormir a despertarse cada mañana y ver el vacío que él había dejado en la cama.

La Corte de los SecretosWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu