V - Tras la chimenea

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Parecía que la alegría de esa noche nunca terminaría.

Después de su llegada, el rey le dedicó algunas palabras a la corte sobre su reciente viaje, las atenciones que había recibido en el reino de Zafra y la alegría que le causaba regresar a casa. Los músicos de la corte comenzaron a amenizar la velada con las canciones favoritas de la temporada, las cuales no tardaron en dar lugar a las danzas de rigor. Más avanzada la noche, un grupo de artistas itinerantes había sido invitado a representar la tragedia de la batalla de Oceane, que dejó a más de uno con lágrimas en los ojos.

Como toque final, se había organizado una excursión en los jardines del castillo, donde aquellos que quisieran participar debían de atrapar al menos uno de los seis conejos blancos que se habían soltado precisamente para la ocasión. El ganador se llevaría el privilegio de permanecer en la mesa de honor el resto de las celebraciones.

Cuando los competidores regresaron agotados al salón del trono, un estupendo banquete se había servido para saciar el apetito de los presentes.

En la amplia mesa se encontraban bandejas con pavos rellenos, codornices asadas, pollos a la naranja y los pescados más frescos. A su alrededor no faltaban frutas en almíbar, panes recién salidos del horno, pastelillos de carne, papas cocidas, coles de Bruselas y tantas variedades de queso que era imposible contarlas. Estaba de más decir que el vino corría en abundancia de copa en copa acompañando tanta bonanza.

Una vez que el rey hubo terminado su plato, se dio por terminada la cena. La mayor parte de los asistentes lo siguió al salón siguiente, donde se habían montado diversas mesas con un juego de cartas diferentes en cada uno.

Amirah había pasado la mayoría de la velada atendiendo a los embajadores y demás nobles extranjeros, asegurándose de que estuvieran disfrutando de la fiestas. Había bailado con la mayoría de los hombres solteros, riéndose y haciendo gala de su belleza. Se había percatado de la mirada del rey dirigiéndose en más de una ocasión en su dirección. Como éste no le había dado ninguna señal de requerir su presencia, decidió esperar hasta los juegos tomaran lugar.

Haciéndose lugar entre aquellos que observaban la partida, Amirah logró colocarse justo detrás del asiento del rey. Se acercó lo suficiente como para que sólo él pudiera oírla.

—Me siento un poco cansada, voy a retirarme a mis habitaciones. 

Él lo pensó por algunos segundos, y después asintió tan levemente que si no lo hubiera estado observando, jamás lo hubiera notado. Ella hizo una corta reverencia, mientras lo dejaba charlando y riendo con los otros jugadores como si nada hubiera pasado.

Ella salió del cuarto de juegos, atravesó un par de pasillos y subió las escaleras que la llevaban en la segunda planta del castillo. Cuando llegó a sus aposentos, dos de sus damas de compañía la esperaban para recibir sus órdenes.

—Es posible que visite a Su Excelencia esta noche —anunció.

Con sus manos ágiles, las damas le ayudaron a quitarse el vestido de seda y las capas de ropa interior, para ponerle en su lugar un ligero camisón de lino. Deshicieron su complicado peinado y soltaron sus trenzas, permitiendo que las largas cascadas de cabello ondulado cayeran libres sobre la espalda de su señora. Una de las criadas le trajo un frasco con aceite de argán, del cual vertió algunas gotas sobre la piel desnuda de sus brazos, perfumándola y volviéndola más suave al tacto.

Una vez terminado el ritual de preparación para irse a la cama, se escuchó una pequeña conmoción fuera de la habitación. Tocaron cuatro veces a la puerta, como era la señal convenida. Una de las damas se levantó y acudió a abrirla. Del otro lado, un valet portando el escudo de la familia real en su pecho transmitió el esperado mensaje. 

Había acudido allí para escoltarla a los aposentos reales, donde se requería su presencia. 

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—Con su permiso,  Excelencia —dijo Amirah entrando a la pieza, flanqueada por dos guardias.

Sin decir una palabra, él la observó entrar desde uno de los mullidos sillones que se encontraban frente a la chimenea, donde un pequeño fuego crepitaba amorosamente. Amirah le dedicó una mirada cómplice a los guardias y cerró la puerta.

Una vez a solas, el rey perdió toda su formalidad y se recostó completamente en el sillón, subiendo los pies en el reposabrazos.

—¿Se puede saber qué es tan importante como para que me sacaras del mejor juego de Encuentra a la Reina que he tenido en mucho tiempo? —protestó, aunque por la ligereza de su tono ella sabía que sólo pretendía estar molesto.

—Yo también te extrañé, Ulrech —le reclamó ella sentándose a su lado. Con una mano comenzó a acariciarle los rubios mechones de cabello que caían sobre el mueble—. Siento haber interrumpido tu juego. Ser Maddox quería que nos reuniéramos en cuanto te fuese posible; tiene algo importante que decirnos.

—Era de esperarse de mi tío. Va en contra de sus principios morales permitirme un poco de diversión si él considera que puedo estar trabajando.  

Mientras Ulrech se ponía de pie, Amirah tomó una bata de seda de uno de sus baúles, de un verde tan oscuro que a la luz de las velas casi parecía negro. Tenía las mangas decoradas con delicados cisnes dorados, el animal de la casa Beville. Tras ponérsela, vio que Ulrech presionaba una de las estatuas que decoraban la chimenea. La madera detrás de ésta crujió adolorida, para dar lugar un espacio lo suficientemente grande como para que una persona pasara.

Ulrech entró primero, y Amirah sintió como la chimenea volvía a su posición a sus espaldas. Tuvieron que caminar varios metros sumidos en la más completa oscuridad por el pasadizo, aunque eso no les molestó en lo absoluto. Habían hecho ese recorrido tantas veces que podían hacerlo con los ojos cerrados. 

En el centro de la antecámara les esperaba un apuesto hombre de traje color rojo vino. 

—Su Excelencia, milady. Mis disculpas por llamarlos a esta hora. Sin embargo, era urgente que habláramos en privado antes de la primera reunión oficial del Consejo de mañana —comenzó Ser Maddox, mientras los tres tomaban asiento alrededor de la mesa de caoba que se encontraba en el centro de la habitación.

—Sus disculpas están de más —dijo Ulrech quitándole importancia—. ¿Qué es lo que sucede?

Ser Maddox se pasó una mano por los bordes de su barba, frunciendo el ceño sin darse cuenta.

—Me temo que la situación en el sur se encuentra peor de lo que todos pensábamos. Mis hombres acaban de informarme que las condiciones en el sur están insostenibles. Es tan sólo cuestión de tiempo antes de que nos declaren oficialmente la guerra.

Al oír esas palabras Amirah sintió que se le revolvía el estómago. Haciendo un esfuerzo para que no se notara cuánto la había afectado la noticia miró de reojo a Ulrech. Éste mantenía una expresión impasible, la misma que siempre ponía cuando se hablaba de asuntos de estado. 

—Saldremos adelante, Amirah —declaró él finalmente al sentir su mirada—. Sé que no estamos preparados, pero ya nos hemos enfrentado a situaciones difíciles. Lo volveremos a hacer ahora.

—¿Qué fue lo que le dijeron en Zafra, Su Excelencia? —preguntó Ser Maddox. El rey suspiró desalentado.

—Pudo haber sido mejor. Le comenté al duque de nuestro acuerdo, y él está firme en su posición de no apoyarnos con tropas. Dice que Zafra no va a involucrar a sus hombres en ningún conflicto que no le corresponda, aunque quizás podría proveernos con otros recursos.

—En efecto, podría haber sido mejor —resopló el otro hombre—. Ese quizás no me trae ninguna buena espina.

—También pudo haber sido peor —añadió Amirah—. Pudieron haberse negado categóricamente desde un inicio a colaborar.

El tercio permaneció un momento en silencio, mientras consideraban el peso que acababa de caer sobre sus hombros. En seguida, se pusieron a deliberar sobre cuáles serían las posibles maneras de actuar, lo que los mantuvo ocupados hasta las primeras horas del amanecer. Sabían que las consecuencias de la decisión que tomaran, fuese la que fuese, repercutirían en las generaciones a venir.

La Corte de los SecretosWhere stories live. Discover now