VII - En el Ciervo Blanco

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Rodaerick

El viaje hacia Almaine no había sido fácil. Bastante habían tenido con soportar el mal estado de los caminos, como para que encima su guía se enfermara a media travesía y un buen día amaneciera más tieso que un tronco en su saco de dormir.

Rodaerick poseía los conocimientos necesarios para leer el mapa y llevar a los demás hombres a su destino, ese no era el problema. El problema era que no contaba con que el clima les jugara una mala pasada. A los pocos días de haber salido de Gérolstein comenzó a llover, y lo que parecía ser una leve llovizna terminó convirtiéndose en un diluvio que les había impedido avanzar al paso que tenían pensado.

Afortunadamente, su suerte estaba a punto de cambiar para mejor. Al llegar a la mitad del Bosque Negro, Rodaerick autorizó a sus hombres el tomarse unos momentos para descansar, lo que fue recibido de muy buena manera. Si bien todos eran soldados duros, entrenados tanto en las asperezas de la vida como en el campo de batalla, aún así agradecían la oportunidad de poder desmontar y estirar las piernas.

Mientras varios se tumbaban sobre la hierba o buscaban algo sobre qué fanfarronear, él hizo que su caballo se dirigiera hacia un claro que había divisado a la distancia. Se encontraba significativamente más elevado que el resto del terreno, dándole una mejor posición para calcular cuánto les faltaba para llegar a la capital del reino vecino.

Por encima de las copas de los árboles alcanzó a distinguir las primeras edificaciones en las orillas de la ciudad, cuyas chimeneas expulsaban leves columnas de humo que se mezclaban con la bruma del bosque. Alzándose en la cima de la montaña, siempre vigilante, el castillo Promesa de Sangre se divisaba más al fondo, con sus altas almenas recortándose contra el horizonte. Echó un vistazo a la posición del sol, y calculó que llegarían a la capital cuando cayera el anochecer.

—Estábamos más cerca de lo que pensábamos —escuchó a sus espaldas.

Un hombre de cabello castaño se le acercó, el sol bordado que portaba en su pecho brillaba tanto como la sonrisa en su rostro. Aldair de Liria le había acompañado en varios de los encargos que le había asignado la Familia Real de Gérolstein. Era el tipo de hombre que se guiaba por ideales pasados de moda, pero era valiente y fiel, y a Rodaerick le agradaba tenerlo a su servicio una vez más.

—Así es. Si seguimos a buen paso, estaremos en Almaine antes de que caiga la noche.

—¿Escucharon eso, compañeros? ¡No más dormir bajo las estrellas! —anunció Aldair en dirección al grupo que habían dejado atrás. Una serie de exclamaciones de alegría llegaron hasta sus oídos, excepto por Olán el Gruñón. Éste refunfuñó algo desagradable que es mejor no repetir, como era su costumbre.

—Según recuerdo de la última vez que vine a Almaine, debería de haber una posada a inicios del camino real. ¿Crees que la bolsa del Usurpador pueda permitirse pagarnos una noche de camas calientes y cerveza fría? —preguntó Aldair esperanzado.

En Gérolstein, nadie llamaba a Lord Withinghall por su título oficial de Regente. El Usurpador era el apodo por el que mejor se le conocía, y aunque todos lo usaran, nadie se atrevía a decírselo en su cara.

—La última vez que viniste a Almaine todavía estabas pegado al pecho de tu madre —respondió Rodaerick.

Su compañero ni siquiera se inmutó.

—Los hombres están cansados del viaje, y yo también. Además, prefiero tragarme mi zapato a comer otro de los caldos de tripas que hace el crío que viene con nosotros y se hace llamar cocinero.

La sola mención de los dichosos caldos hizo que a Rodaerick se le revolviera el estómago. Probablemente fue eso y no las caras fatigadas de sus hombres lo que le hizo reconsiderar la oferta.

La Corte de los SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora