Historias de enanos de jardín

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Agoney había pasado toda su vida en Tenerife. Siempre en la misma escuela, con los mismo amigos y los mismos vecinos. Todo era bastante monótono en su vida hasta que, a sus 13 años, el trabajo de su padre los obligó a mudarse todos juntos a Barcelona. Aquel día tormentoso fue uno de los peores de su vida. No es que odiara aquella cuidad, ya había estado allí alguna vez visitando a sus abuelos paternos, pero dejar atrás todo lo que tenía a esa edad le resultó bastante complicado.

Al principio no la pasó tan mal. Al menos seguía teniendo la playa cerca y un mar al que ir cuando necesitaba desconectarse de todo. Aunque nunca sería como el de su amada isla. Extrañaba a sus amigos pero sabía, o al menos esperaba, que se haría nuevos.

Sin embargo, meses después, al comenzar las clases las cosas empezaron a complicarse.

Le costaba encajar, todos los niños se conocían desde el año anterior y él era el nuevo, se sentía fuera de todo. Ya simplemente con eso lo pasaba mal pero luego también comenzó a ser el niño del acento rarito y las paletas separadas. Su madre decía que eran preciosas, así que eso no le importaba. Pero las risas y los cuchicheos con el pasar de los días lo afectaban cada vez más.

Hasta que apareció él.

Un rubio de un metro que hablaba hasta por los codos dispuesto a defenderlo de todo al parecer.

Por eso encontrárselo nuevamente en un momento complicado de su vida después de tantos años le había resultado sorprendente, pero sobre todo esperanzador. Se lo tomó como una buena señal de que las cosas mejorarían pronto.

Aunque ya no sería gracias a aquel rubio de metro y medio (unos centímetros había crecido) que hablaba hasta por los codos.

A pesar de los años, pudo comprobar, seguía siendo igual o incluso más guapo que cuando lo vio por última vez a los dieciocho. Se lo había cruzado dos veces, la última con una niña pequeña que sospechaba era su hija. A penas habían hablado, pero si aquello era cierto sabía que seguramente volverían a verse. Tal vez podrían tomarse un café, le apetecía saber que había sido de la vida de alguien que había significado tanto en la suya.

Esa mañana una gran tormenta se desataba fuera, aquello no auguraba nada bueno. Al menos para Agoney nunca lo hacía. Y esa vez no fue la excepción.

Estaba agotado. Casi no había dormido en toda la noche por culpa de la fuerte tormenta que había comenzado en la madrugada. Le parecía absurdo a sus treinta y un años seguir teniéndoles un poco de miedo (un poco bastante). Sin embargo le era inevitable, sentía que nada bueno podía venir de ellas. Tal vez porque las asociaba a malos momentos de su vida.

Pero como el adulto que era, ya no podía esconderse bajo las mantas en la seguridad de su habitación esperando hasta que las nubes se disiparan y saliera el sol. Debía afrontarla, como había hecho con cada una desde que había dejado de ser un niño.

Obviamente, como supo desde que escuchó el primer trueno en medio de la noche, su día no dejaba de ir de mal en peor desde que se levantó de la cama (tarde, por supuesto).

Había llegado retrasado a la jornada que había organizado la escuela de Daniel, como no podía ser de otra manera. Por suerte, el niño siempre se quedaba tranquilo ante esas situaciones, ya estaba acostumbrado a lo desastroso que era el mayor.

Ingresó al salón apresurado generando que, inevitablemente, todas las miradas se posaran en él. Sólo la última hora de clase iba a ser utilizada para aquello y él ya se había perdido prácticamente media hora. No podía dejar de ser un desastre, acorde con su vida realmente.

Intentó ignorar a maestras, alumnos y padres que lo observaban moverse hacia donde estaba ubicado Daniel pero para localizarlo primero debió pasar rápidamente la vista por todo el lugar. Detrás de todo, cerca del gran ventanal los rayos del sol iluminaban el tupé rubio del único presente del que no tenía su atención, haciéndolo destacar entre todos los demás.

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