Capítulo 2

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II

20 años antes:

Hacía frío, mucho frío... Las paredes de madera de aquel barco infernal estaban húmedas y desprendían un hedor a podredumbre y salitre que, junto al balanceo de las olas, la sumió en un estado de mareo y malestar perpetuo, atenazado por el helado ambiente y el terror anclado a sus huesos.

Solo hacía unos días que dormía plácidamente en su lecho, en el calor de un hogar destruido y quemado hasta los cimientos. Tardaría aun varios años en comprender que su pérdida estaba ligada a la codicia, que sus padres murieron porque Ernesto Arrimadas ansiaba su pequeña parcela.

Era una niña, apenas había oído hablar de Inglaterra mas sabía que ese era su destino, sabía también que una vez en puerto sería vendida al mejor postor, a quien pagara más por su maltrecha existencia.

Tenía miedo, mucho miedo, ya no sabía si el castañear de sus dientes era por el frío glaciar o por el pánico que se anclaba a sus entrañas. Sus ojos estaban teñidos por mil lágrimas que, en ocasiones, no lograba detener y recogían impunes la suciedad de sus mejillas. Sus pies anclados al suelo con grilletes, una marca a fuego en su omóplato que aun ardía. Había sobrevivido pero ¿A qué precio? En esos instantes se sentía pequeña, perdida en el inmenso océano, hambrienta, congelada y asustada junto al resto del cargamento, deshechos de la humanidad que viajaban a Inglaterra para perder su libertad.

Fue en esos instantes cuando la pequeña Irene, con el pecho cargado de odio y rabia juró que, de sobrevivir a esa odisea en la que estaba enfrascada, volvería a su hogar y destruiría a los Arrimadas, pagarían por su dolor, pagarían con sangre.

Tras varios meses en esa bodega infernal, el barco llegó a puerto y, rápidamente, el mercader que pretendía venderlos les apremió a salir de sus celdas entre empujones y latigazos. Irene, asustada y con las lágrimas en sus ojos sin llegar a escaparse, no pronunció palabra, obedeciendo en el acto ya que no deseaba recibir golpe alguno.

La primera impresión que tuvo de Londres al llegar, tras varios días de viaje por tierra, agotadores e incansables, fue que este era oscuro y sombrío. Los inmensos nubarrones que prometían descargar intensas lluvias le daban un tono negro y lúgubre al lugar, igual que el olor a humanidad, nauseabundo y sombrío. Para la pequeña, acostumbrada a vivir en campo abierto, fue peor entrar en esa ciudad que entrar en una jaula.

Llegaron justo a tiempo para el mercado del domingo. En la enorme plaza se ofrecían las mercancías, también a los esclavos venidos de tierras conquistadas. Ante sus ojos oscuros se extendía una inmensa marea humana compuesta por hombres y mujeres, curiosos de todas las edades, ella era una de las más valiosas por su juventud, al fin y al cabo solo era una niña.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que la compraron, solo que fue una de las primeras. Los grilletes de sus tobillos fueron retirados y fue entregada en manos de un caballero que sin contemplaciones la arrastró entre el gentío hasta que se alejaron de la multitud.

Las lágrimas seguían descendiendo por sus mejillas, con temor a ser castigada de algún modo por su llanto, sin atreverse a pronunciar palabra alguna hasta que su rostro mutó en sorpresa cuando vio ante ella un enorme carruaje del que solo había oído hablar en sus cuentos cuando era más niña.

El caballero que la había comprado aflojó su agarre en cuanto estuvieron ante la puertezuela de dicho carruaje, abriéndola y ayudándola a subir.

La luz tenue se filtraba por las cortinas de las ventanillas mas bastaba para que vislumbrara ante ella a una mujer, más o menos aparentaba la edad de su madre, de ojos azul oscuro y cabellos negros. Por su vestimenta pudo adivinar que esa mujer era una dama adinerada, quizás importante y no supo qué decir.

-Siéntate pequeña, el viaje a casa es largo.

-¿Vos me comprasteis?

-Sí pequeña, espero que mi fiel criado no te haya asustado.

-Solo un poco.

-Eres sincera, eso me gusta... Yo debo ser sincera contigo también, te he comprado porque te necesito.

-¿Qué puedo hacer yo mi señora por vos? Solo soy una niña.

-Necesito que seas Alexander Montero, necesito que seas mi hijo.

Actualidad:

Con los ojos cerrados y la suave brisa marina acariciando sus rasgos ya maduros, se dejó envolver por la calidez del momento. Volvía a casa y ese viaje sería muy distinto al que emprendió veinte años atrás, en una bodega infecta.

Los recuerdos se arremolinaban en su mente, recuerdos de Rebecca Montero a quien aprendió a llamar madre, recordó como fue creciendo en medio de la aristocracia Inglesa como un hombre, Alexander, solo porque al morir el único heredero varón de los Montero, Rebecca podía perder toda su fortuna y su título pasaría a manos desconocidas. El gran parecido físico que guardaba Irene con el pequeño Alexander fue lo que empujó a dicha mujer a comprarla y convertirla a ojos de toda la sociedad en su hijo. Pocos sabían la verdad, un secreto necesario para ostentar el condado, para ser la heredera de la fortuna Montero, para cumplir su venganza tan ansiada.

Paseaba por cubierta, preguntándose cómo sería Inés. Seguramente habría sido criada entre algodones, codiciosa y maquiavélica como su padre, una serpiente que debía aplastar sin dudarlo.

Se preguntó también cómo sería ahora la tierra de sus padres, los campos donde creció, donde fue libre, el hogar que durante veinte años había añorado en demasía.

Una solo idea tenía clara en su mente, la torturaba, le daba vueltas como quien encuentra un insano placer en el dolor, Irene Blanchard había muerto, ya solo quedaba Alexander, la máscara necesaria para infiltrarse en ese mundo de buitres, necesaria para acercarse a Inés, necesaria para destruirla.

En unos días llegarían a tierra, a la gran hacienda colonial que se tomó el lujo de comprar, entonces se encargaría de que todo el mundo supiera que Montero estaba en Nueva Inglaterra y, conociendo la codicia y el deseo de fortuna de los Arrimadas, sabía que sin duda en algún momento intentarían venderle a su preciada hija única, en ese momento estaría sentenciada para siempre.

Una sonrisa adornó su rostro, después de tantos años rememorando esa noche en sus pesadillas, viendo a sus padres muertos, reviviendo su calvario en las entrañas de un navío de esclavos... después de tanto tiempo llorando ahora serían sus enemigos quienes derramasen lágrimas de sangre.

Los días fueron pasando con exasperante lentitud, más por fin el grito del vigía anunció la llegada a puerto y, enfundándose sus guantes de seda, empuñando su bastón y arreglando sus ropajes, descendió a puerto con una solo idea en la cabeza, destruir a Inés Arrimadas.

Continuará...

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