Capítulo 8

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VIII

Había enloquecido, lo sabía, mas no importaba en absoluto. No cuando sus ojos almendrados se clavaron en ella dejando al pasar el rastro de una sonrisa que no se borraba, las lágrimas de alegría que amenazaban con salir, con inundar sus rosadas mejillas, ruborizadas, no leyendo en sus orbes avellana la adoración ante sus palabras mientras el resto de invitados enmudecía de sorpresa y asombro.

Ni siquiera fue capaz de escuchar el grito de odio proveniente de aquel que también pretendía la mano de Inés, ni la enorme discusión que originó su presencia, su afrenta. Solo tenía ojos para Inés, su Inés que sonriente lo miraba como si nada más en el mundo existiese.

Cuando el tumulto fue creciendo y la ira anidando en los ebrios invitados, el señor Arrimadas se vio obligado a intervenir, llamando a la paz y al orden, sin poder evitar posar su mirada en el leve intercambio de gestos entre el conde y su joven hija, no pasó desapercibido ante sus ojos el alivio de Inés, el gran afecto en sus pupilas, sonriendo satisfecho.

-Calma señores, orden en mi morada... Es algo inaudito tener dos pretendientes y solo una dama, mas ante todo y siempre pesará en mí la felicidad de mi hija Inés...

Tras sus palabras y el repentino silencio que reinó en el salón, todas las miradas se posaron sobre la joven Arrimadas. Esta ruborizándose agachó sus ojos rogando con toda su alma por librarse de tal artimaña, no deseaba ser la esposa de Cima en absoluto, solo esperaba que el conde no hubiese llegado demasiado tarde.

Ernesto se acercó a ella, haciéndola participe de tan inesperada situación, sabiendo que su hija ya había hecho su elección, sabiendo que sus aspiraciones de grandeza iban a ser satisfechas.

-Hija mía, ante todo busco y siempre he buscado tu felicidad. Son dos los pretendientes y tuya la decisión.

Inés tragó saliva notando como su corazón se agitaba en su pecho y las lágrimas luchaban por escapar de sus ojos, lágrimas de dicha mientras su mirada se encontraba una vez más con el gesto serio y decidido del conde. Él la miraba solo a ella, como si la agitación provocada no le importase lo más mínimo, él la miraba y ella sabía que había sido suya desde el primer momento en el que sus ojos se encontraron.

-Padre, mi decisión fue tomada antes de este horrible entuerto, los sentimientos del Conde Montero son completamente correspondidos, también lo amo y deseo por encima de todo ser su mujer.

Tras esa respuesta, el silencio de los invitados roto únicamente por el grito furioso de Cima, ebrio y herido en su orgullo al ver a Inés huir de sus manos y con ella la oportunidad de ascender, de ser respetado.

Con un gesto de su mano, amigos y parientes del novio despechado fueron desapareciendo del hogar de los Arrimadas, quedando solo Cima que, con ira, se encaró al conde Montero. Sus ojos destilaban odio y sus palabras un veneno punzante.

-No importa cuánto tiempo pase conde, esta afrenta no caerá en el olvidó, llegará un día en el que vengaré mi honor mancillado.

Escupiendo su amenaza con despreció, salió de la casa dejando atrás únicamente a los Arrimadas acompañados de Irene.

Cuando el silencio se hizo pesado, el señor Arrimadas lo rompió sin titubear, al fin y al cabo su hija iba a ser condesa tal y como había deseado desde que supo que el heredero de los Montero se instalaba en sus cercanías.

-Estoy complacido por la decisión de mi hija, pronto será vuestra esposa, siento que la dejo en las mejores manos.

-La haré feliz señor Arrimadas, se lo prometo

***

Los días pasaron con lentitud, sus negocios al otro lado del mundo mantenían su mente ocupada la mayor parte del tiempo mientras sus ratos libres los dedicaba a su joven prometida con gusto, sin saber muy bien cuánto iba a durar ese idilio romántico que mantenía con ella, cuando su secreto saliera a la luz le daría el poder de destruirla en cuestión de segundos.

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