Capítulo 7

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VII

Un beso, robado a la sombra de un manzano, un gesto simple y a veces desprestigiado, en ocasiones regalado sin pensar en el enorme valor que ostenta. Un beso, caricia suave sobre sus labios, de sabor a inocencia, pureza y juventud, un beso que desató la peor de las tormentas en su alma y, a la vez, despertó la alegría durante años dormida, despertó el deseo, por una vez en su vida, de dejar todo atrás y simplemente fundirse, dejarse llevar, un sueño utópico del que debía despertar y, aun así, tras varias semanas soñando día y noche con esos labios, no fue capaz de llenar sus cofres y baúles para partir, no fue capaz de alejarse de ella, de Inés, de la mujer que le había robado el sentido por completo.

Durante sus noches de insomnio revivía cada detalle con una sonrisa en el rostro, con mil lágrimas poblando sus mejillas, con el corazón quebrado en mil pedazos y a la vez latiendo con más vida que nunca. Durante sus días la rutina se volvió tediosa y aburrida ya que se negó a recibir a Inés en su casa tras ese encuentro, alegado que era mejor distanciarse ya que él no podía proporcionarle el alivio que ella necesitaba. A pesar de su amarga insistencia, tras una semana de rechazos deliberados la joven Arrimadas pareció darse por vencida.

Intentaba sacarla de su cabeza, salía a cabalgar al alba y tornaba a su hogar con el cuerpo adolorido, el alma cansada y la mirada triste. La mejor opción era embarcarse y lo sabía, cada día se juraba a sí misma que al día siguiente dejaría todo atrás y subiría a bordo de cualquier navío que le retornara a su hogar en Londres mas tocaba el alba y simplemente cogía su corcel sin atreverse a partir, a marcharse... La sola idea de no volver a ver a Inés jamás dolía tanto que prefería la tortura de sus pensamientos, del recuerdo de ese beso, sufrir en silencio... Llegaba nuevamente el amanecer y se negaba a marcharse, su corazón agrietado se lo impedía.

Mientras deambulaba por las estancias de su morada escuchaba los susurros de sus criados, cotilleos que resonaban en las cocinas... Su joven señor estaba enamorado y se negaba a complacerse, a cumplir el capricho de tomar a la muchacha como su esposa, sin juicio, sin motivo... Enloquecía encerrada en la biblioteca releyendo los textos que tanto le gustaban a Inés, gritaba en la soledad, gemía entre lágrimas porque todo había acabado, porque ella no era digna de Inés, no al haber deseado su mal durante toda su vida, no al ser una mentira, una farsa, una mujer encerrada en ropajes masculinos, disfrazada con un nombre y un título que por derecho no le pertenecían, su amor por la joven Arrimadas solo podía llevarlas a un final más aterrador que aquellos finales de tragedia. Había hecho bien en rechazarla, había hecho bien abandonándola...

O eso se repetía hasta el cansancio cuando caía la noche y los fantasmas de sus acciones la aprisionaban. Había escuchado la noticia, aquella que corría por el pueblo de boca en boca, Xavier Cima había pedido la mano de la joven Arrimadas y Ernesto, con gusto, se la había concedido, en unos días se iba a celebrar por todo lo alto en la residencia de los Arrimadas una fiesta en honor a los recién prometidos y muy pronto esposos. Xavier, el hombre al que Inés detesta, el hombre que la mira como si fuese un objeto y que solo ansía poseerla, no amarla como ella se merece, el mismo hombre por cuya mano tantos habían sucumbido en la desgracia, él la iba a tener, iba a desposarse con la mujer a la que amaba y solo de pensarlo le hervían las entrañas.

Llegó la mañana, y ese anochecer sería el gran día, el principio del fin, la noche traía consigo la desgracia de saber a Inés prometida con un bandido, con un hombre despreciable y ella no podía hacer nada para evitarlo.

No sabía cómo ocupar su tiempo para no destruir por su rabia todos los objetos que se encontraban a su paso, por su mente pasó la desquiciada idea de convertir su preciado manzano en astillas, mas tal afrenta contra el árbol no calmaría el ardor de su alma, los celos, la rabia, la locura cada vez más intensa que se apoderaba de su ser al imaginar los suaves labios de Inés mancillados por un hombre que no merece ni besar el suelo por donde pisa.

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