Capítulo 4

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IV

Caía la noche cuando Inés por fin hizo aparición en la morada de su familia. Una sonrisa surcaba su rostro a pesar de que estaba convencida de que la reprimenda por llegar tan tarde no se haría esperar.

Sus ojos brillaban debido a la pequeña fechoría que había logrado permitirse ya que la estrecha vigilancia a la que su padre la tenía sometida ahogaba sus anhelos, hinchando sin pretenderlo sus ansias de libertad.

Ella no era tonta en absoluto, sabía perfectamente que se acercaba la edad en la que debía desposarse y servir fielmente los deseos y caprichos de un marido que su padre escogería y ella no tenía voz ni voto en ese asunto, al fin y al cabo era mujer en tierra de hombres y, por mucho que patalease, las decisiones de Ernesto serían irrevocables. Solo esperaba y confiaba en su criterio, en que escogiera un buen hombre al que llegar a amar algún día.

El griterío y las reprimendas del señor Arrimadas, esa noche, caían en oídos sordos pues la joven castaña no podía dejar de pensar en el extraño muchacho que había recogido en el bosque, sus modales exquisitos, su rostro fino y cuidado, sus ojos, tan intensos, marron oscuro como un bosque de otoño...

Había oído hablar las últimas semanas, con ahínco y reverencia, de la llegada del conde Montero. Era el tema de conversación predilecto entre la servidumbre, incluso su padre lo había mencionado más de una vez, quizás elucubrando como venderle a aquel rico terrateniente la oportunidad de desposar a su única hija.

A pesar de que su cuerpo se encontraba frente a su padre, fingiendo interés en sus palabras y advertencias, su mente volaba una y otra vez al joven Montero. El hombre más rico de Nueva Inglaterra en ese momento y, a sus ojos, el más apuesto y hermoso que había contemplado jamás. Sus mejillas, cargadas de rubor ante dichos pensamientos, fueron delatoras de su ausencia, por lo que, de un grito, Ernesto Arrimadas trajo a su hija a la tierra, su bien más preciado, su única oportunidad de crear alianzas con un buen apellido y engrandecer el honor de su familia.

-No me habéis prestado la más mínima atención, Inés. ¿Dónde habéis estado? Mis guardias os buscaron por cada rincón de nuestras tierras.

-No pretendí alejarme tanto, solo fui a pasear y me topé con un caballero, se había perdido y lo acompañé a su hogar

-Acompañasteis vos sola a un caballero al que no conocíais, ¿Y vuestro sentido del honor Inés? ¿Cómo queréis que encuentre un esposo para vos si vagáis sola y sin escolta recogiendo a desconocidos por el camino?

-Ya no es un desconocido padre, además vos me habéis hablado de él insistentemente las últimas semanas. Dijo que estaba en deuda con nuestra familia y que os dé el saludo y la eterna gratitud del Conde Montero.

Estupefacto y sin palabras, el señor Arrimadas observó atentamente el semblante de su hija sabiendo que esta no mentía. Una sonrisa mezquina nació en su rostro mientras su mente ideaba cómo cobrarse dicha gratitud. Desde que supo que el Conde Montero sería su vecino ansiaba encontrar el momento de presentarle a su hija, sabiendo que ante su dulzura y belleza cualquier hombre caería rendido a sus pies.

No haber nacido noble y no ostentar título alguno más allá que el de terrateniente de ese lugar alejado de la mano de Dios suponía para él un auténtico calvario, pero su hija podía cambiar las cosas, podía ser condesa y elevar su apellido a la nobleza, sus descendientes llevarían sangre noble en sus venas.

-Decidle a la doncella que os arregle, dentro de poco servirán la cena.

Inés calló ante la orden, casi susurrada, sabiendo que su padre estaba maquinando y no deseaba prestarle más atención. Con una sonrisa en el rostro y pequeños pasos de baile, inexactos y espontáneos, desapareció rumbo a su alcoba donde ya la esperaba su doncella dispuesta a arreglarla para reunirse con sus padres en el comedor.

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