Capítulo 6

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VI

Pasaban los días y apenas se daban cuenta, una sucesión de momentos, de atardeceres, bailes y fiestas en las que sin quererlo, sin apenas buscarlo, se acercaban más de lo que Irene quería y aun así no podía evitar.

Llevaba por dentro los anhelos que despertaban esos ojos almendra de Inés, la sonrisa radiante y su risa cristalina... Sin que nadie más que ella misma y sus propios pensamientos interfirieran en el arduo trabajo de llevar recuento de cada instante disfrutado junto a la joven Arrimadas.

Atrás quedó su momento bajo el manzano, aquel preciso instante en el que razón y corazón entraron en batalla singular, luchando por dominar sus instintos. Dejar de lado ese sentimiento que ardía como el fuego y crecía día a día al contemplarla, sabiendo que de ganar la batalla echaría por tierra toda una vida planeando una venganza que estaba próxima a alcanzar, una venganza que, bajo el embrujo de sus ojos castaños, era incapaz de recordar.

El manzano de su jardín, testigo mudo del primer tambaleo de sus muros, se convirtió en el lugar donde, sin quererlo, acababan encontrándose, mirándose a los ojos sin dejar de sonreír. Bajo el majestuoso árbol encontraban la sombra para cobijarse mientras aventuras de tiempos pasados eran narradas con pasión, mientras el silencio nada incómodo, cómplice de los mil sonidos que regalaba el jardín al caer la tarde, se instauraba entre ambas contemplando una vez más la puesta de sol.

Retazos, instantes que su mente atesoraba, que su alma guardaba atormentando sus noches, frías y vacías. Era entonces cuando, sin poder dormir, lágrimas de rabia e impotencia surcaban sus mejillas y el grito mudo contra su almohada liberada cada duda y cada lamento. ¿Por qué tenía que ser tan perfecta? ¿Tan bella? ¿Tan dulce? Por qué tenía que ser tan distinta a como se obligó a imaginarla. Ella era la clave de todo, su desgracia el cumplimiento de tan ansiada venganza, su muerte el alivio de un alma que llevaba veinte años luchando con dos identidades, dos nombres que batallaban por tomar el control, no podía fallar, no podía ceder... Inés debía morir o toda su vida habría sido en vano.

Mas llegaba el día y, con él, el carruaje que anunciaba la llegada de la joven a su morada, toda su lucha que asolaba sus noches quedaba reducida a cenizas, son una sonrisa la joven conseguía desarmarla por completo. Inés buscaba su compañía, sus escasas palabras, día sí y día también acababa apareciendo en su casa con una nueva excusa, cada vez menos elaborada cuando el único motivo que realmente albergaba era que quería estar a su lado. Ella lo sabía, leía en sus hermosos ojos la curiosidad teñida de pasión juvenil, sabía que la joven Arrimadas había caído en su hechizo tal y como pretendía, lo miraba embelesada, se perdía en su voz narrando aquellas historias que poblaban su biblioteca, traídas directamente de Londres para llenar la mente de la joven con tiernas historias y grandes tragedias, llenar sus ojos de lágrimas y su alma y su corazón de un deseo enfermizo, protagonizar ella misma una historia de amor como aquellas que encerraban esos libros que tanto amaba.

No podía... No quería escuchar la voz de la razón, las advertencias de Gabriel o de Karen cuando le decían exasperados que la solución era marcharse de ahí, volver a Londres y olvidar de una vez por todas, ese deseo de venganza que la estaba consumiendo.

Quería ceder a sus ruegos, evitar sus impulsos mas la herida de su alma, aun abierta e infectada, sembraban el odio en sus acciones, no era tarde, Inés estaba perdida por muy hermosa que le pudiese parecer.

Y así convivía, el odio y la llama del amor enfrentados, día y noche separados por sus emociones dispersas, fiestas opulentas en las que ostentaba su poder, reuniones más discretas en las que, poco a poco, iba conociendo a Inés. Sus anhelos, sus ilusiones, sonriendo sin pretenderlo, contemplando bajo los rayos del sol o el repiquetear del fuego en la chimenea, con sus libros en las manos o los labios llenos de sueños, de futuro, de sonrisas...

RevengeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora