Capítulo 3

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III

El sonido de los cascos de los caballos golpeando la dura tierra consiguió adormecerlo. El carruaje tambaleaba por los caminos y sus ojos marrón oscuro se perdían en la inmensidad del verde campo, del cielo despejado, más azul de lo que creía recordar.

Había llegado a olvidar el olor a aire fresco y limpio, el aroma del sol sobre los campos de trigo o del viento, esa suave brisa cargada de recuerdos largamente dormidos en su interior.

Veinte años habían pasado desde que la encerraron en la bodega de un barco infecto, desde que perdió su identidad, su nombre y su pasado con el único fin de sobrevivir, veinte años que no consiguieron borrar de sus recuerdos todos los aromas que le devolvía su hogar, tras toda una vida lejos volvía a casa para clamar venganza, para honrar la memoria de unos padres que le fueron arrebatados y humillar al ser que osó destruir su vida.

Sus ojos se fueron cerrando mientras una tenue sonrisa iluminaba su rostro. Con la mente adormecida tras tantos meses en alta mar y el suave mecer del carruaje en el que viajaba, sus recuerdos fueron bailando de uno a otro sin conexión alguna.

Recordó su asombro cuando, siendo solo una niña, divisó por primera vez su nueva morada, un palacio cargado de lujo y esplendor en el mismo corazón de Londres. Las largas tardes en el estudio del caserón junto a aquella que debía aprender a llamar madre, recibiendo todas las lecciones de protocolo y conducta que debía conocer ya que Irene había dejado de existir y ella era Alexander Montero, el hijo y heredero del título y la fortuna de los Montero.

Creció como un hombre, sus modales gentiles y atentos le hicieron ganar de forma inmediata un lugar en la alta sociedad, en cuanto fue presentado como dictaba el protocolo, su mano fue codiciada por todas las señoritas de bien que ansiaban unirse a esa familia y su prestigio, sabía que en Nueva Inglaterra eso no sería distinto, esa era su arma, la mejor baza para su venganza, conseguir el consentimiento del señor Arrimadas para desposar a su única hija y usarla para destruir a aquellos que un día acabaron con todo cuanto amaba.

Sin quererlo su rostro se ensombreció, analizar su vida siempre venía con un regusto amargo en su boca. Jamás le faltó alimento, ropajes hilados en oro, carruajes confortables y mil sirvientes preparados para cumplir sus caprichos, pero también la soledad, la más amarga y oscura de las maldiciones. Poca gente sabía ese temible secreto que de descubrirle la mandaría a la horca por traición, un secreto que la obligó a mantenerse alejada, a no buscar jamás la cercanía o el amor, este último comportaría su fin y lo sabía, su corazón endurecido, cubierto de piedra congelaba en su mirada un grito, una súplica muda que ni ella misma comprendía.

Metida en sus propias cavilaciones se sobresaltó al notar como el carruaje saltaba por un bache pronunciado y el sonido a madera partiéndose le indicó que algo no marchaba bien.

Con un amargo suspiro, adecento sus ropajes y, tomando su bastón, bajó del carruaje para constatar que una de las ruedas se había partido quedando este inutilizado.

Con parsimonia, arregló sus oscuros cabellos impecablemente recogidos al estilo Inglés y, con una sencilla orden, su mayordomo ensilló uno de los caballos para su amo.

Sin escuchar las advertencias de sus hombres sobre tierras extrañas, montó de un salto al caballo pues no estaba dispuesto a perder su preciado tiempo en un camino mientras arreglaban el carruaje, aseguró que se verían en el caserío que había adquirido en Nueva Inglaterra y partió al galope sin mirar atrás, sonriente ya que había añorado en exceso la sensación del viento sobre su rostro.

No había calculado cuánto camino por delante quedaba para llegar, tampoco tuvo en cuenta que veinte años son suficientes para que un lugar completamente conocido se vuelva extraño a sus ojos por lo que, sin darse cuenta, acabó perdida entre las colinas y el frondoso bosque.

Caía la tarde, lo supo porque los rayos del sol se volvían tenues y rojizos. Sintió sed por lo que, soltando las riendas, dejó que el propio caballo encontrase el camino a un riachuelo donde poder saciarse. A pesar de su infortunio se sentía tranquila, estaba en paz, sola rodeada del verde, el marrón y el azul de ese paraje de su infancia.

Cuando el correr del agua cristalina llegó a sus oídos, acarició con ternura el cuello del animal, bajando para saciar su necesidad de dicho brebaje y de paso limpiar su rostro, manchado de polvo y tierra debido a su cabalgata.

Mientras estaba bebiendo tranquila y en paz, una voz surgida de la nada la hizo resbalar de la impresión y dar de bruces contra el suelo, alzando la mirada y encontrando ante ella la visión de la mujer más hermosa que había visto en su vida.

-¿Os habéis perdido mi señor?

Intentando encontrar la dignidad perdida al irse contra el suelo de forma tan ridícula y embelesada por la hermosura de dicha mujer, se levantó arreglando sus ropajes y, recordando todo lo aprendido tras tantos años viviendo entre los cortesanos ingleses, hizo una leve inclinación ante ella justo antes de presentarse.

-Disculpad mi señora, mi carruaje se averió y decidí continuar a caballo, no fue un acierto me temo, no conozco el lugar y me he desviado de mi ruta.

-Comprendo, no os conozco, supuse que seríais extranjero ¿A dónde os dirigís?

-A Nueva Inglaterra, hace poco adquirí ahí mi nueva morada, a las afueras.

-Conozco el camino, si no os importa que una dama de baja cuna os acompañe podría guiaros mi señor.

La muchacha le regaló una sonrisa, tan preciosa como ella misma, sus ojos castaños del color de las almendras brillaban cargados de bondad y su melena chocolateada bailaba con el viento, libre y sin ataduras.

Irene tragó saliva con dificultad mientras sentía como su corazón vibraba en su pecho, cada minuto que pasaba estaba más segura de que ante ella tenía un ángel y no un ser humano.

-Sería un honor para mí mi señora compartir con vos el camino.

Con gracilidad, tomó las riendas de su caballo decidiendo continuar a pie ya que su inesperada acompañante no parecía tener montura, tomando el camino junto a ella en silencio, temiendo que los nervios desconocidos para ella traicionaran sus palabras.

Fue la muchacha la que, curiosa, rompió el silencio con mil preguntas de Inglaterra, de la vida en la corte con cierta fascinación y un deje de compasión en sus palabras.

Irene respondía y se deleitaba con la suave risa, con el tono dulce y grave de su voz, con su curiosidad infinita y su satisfacción ante las respuestas recibidas. Durante unos instantes la joven Montero pensó que Dios mismo dispuso ese encuentro, le regaló un pedazo de paz y calma en medio de la tormenta de su vida, una muchacha alegre y vivaracha, hermosa y dulce, quizás con el tiempo podía conocerla mejor si era una de sus campesinas, podía llegar a confiar en ella, podía enseñarle quien era realmente, podía permitirse enamorarse por primera vez en su vida.

Cuando anochecía, ante sus ojos se presentó la gran mansión colonial de arquitectura tan sobria como ostentosa, había adquirido la mejor zona del lugar como un pequeño regalo a su orgullo.

Llegar a su nuevo hogar suponía un largo baño caliente, ropas limpiar y comida suntuosa con la que aplacar su hambre, pero también despedirse de su compañía y, sin saber por qué, esa expectativa era demasiado dolorosa.

Durante unos instantes, ojos oscuros y ojos de almendra se batieron en un duelo de miradas cargadas de desconcierto, hasta que la misma muchacha volvió a romper el silencio de forma abrupta.

-Fue un honor acompañaros mi señor, pero mis padres se preguntarán que dónde me fui, estarán preocupados.

-Cierto, tenéis razón, decidle a vuestros padres que la casa Montero está en deuda con vos, volveré a veros muy pronto y os compensaré gentilmente, os lo prometo.

La muchacha empezó a reír una vez más, despertando en su estómago mil emociones completamente desconocidas para ella.

-No necesito recompensa mi señor, os aseguro que no me falta de nada, y en cuanto a vernos pronto no lo dudo, al fin y al cabo somos vecinos.

-¿Vecinos?

-Sí mi señor, mi hogar está en las tierras colindantes a las vuestras, el señor de esas tierras es mi padre. Soy la señorita Arrimadas, o Inés, como vos prefiráis mi señor.

Continuará...

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