Capítulo 11

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XI

Londres no se parecía en nada a lo que Inés había imaginado. Acostumbrado a grandes praderas donde perderse cabalgando, caserones sobrios y rodeados de campo, el cielo despejado sobre sus cabezas, la inmensidad de las estrellas al anochecer y el brillo del sol coronando sus días... La ciudad en sí se presentaba con agobio ante sus ojos mientras el carruaje las conducía al hogar que vio crecer a Irene, el gris del cielo mezclado por el humo maloliente que desprendían las fábricas ensombrecieron su mirada, mientras Irene se mantenía serena, sentada a su lado, con sus ojos oscuros fijos en las estrechas callejuelas repletas de humanidad y muchedumbre. Había vuelto a su casa después de todo, a un ambiente en el que se sentía segura, donde había crecido y se había convertido en el conde más rico y prospero de toda la ciudad.

Mordiendo nerviosa su labio inferior ante la expectativa de una vida completamente diferente a la acostumbrada, Inés apretó sin quererlo la mano de su mujer, buscando su contacto, provocando que esta saliese de su ensimismamiento y la contemplase con amor y una dulce sonrisa en los labios. Devolviéndole el pequeño apretón ambas se miraron a los ojos, una buscando el consuelo a sus miedos y la otra encontrando en esos orbes avellana una angustia que de inmediato quiso apagar.

-¿Qué os turba mi señora? ¿Es por lo del niño? Ya os dije que me encargaría del asunto cuanto antes.

-No es eso mi amor, es solo que Londres no me gusta.

-No la conocéis, no habéis visto nada de la ciudad.

-Es gris y oscura, no se parece en nada al lugar que me vio nacer, donde crecí...

-Es gris pero tiene su encanto, pronto haréis de Londres vuestro hogar, estaréis bien aquí, os lo prometo.

-Aquí no puedo montar a caballo, las calles son estrechas, no hay praderas.

-También hay campo en Inglaterra mi señora, siempre que lo deseéis iremos a montar.

-¿Podemos ir ahora?

Irene no pudo evitar reír ante el entusiasmo de su joven esposa, su risa rápidamente contagió a Inés y ambas, durante un rato, se abandonaron a la alegría sincera que aparece sin motivo y dibuja en sus rostros una sonrisa.

-No ahora mi amor, acabamos de llegar, el viaje ha sido largo y debéis descansar. Mañana por la noche daré una recepción para la alta sociedad inglesa ya que partí al nuevo mundo solo y he vuelto con una hermosa esposa a la que debo presentar... Ahora eres la condesa Montero y eso significa que deben vernos juntos en público, debes acompañarme a todas las reuniones sociales como dicta el protocolo

-Una fiesta... ¿Cómo aquellas que dabas en Nueva Inglaterra?

-Aun más tediosa y aburrida... Pero estrictamente necesaria.

La castaña sonrió contagiando rápidamente a su esposa, que acariciando lentamente su mejilla unió sus labios en un tierno beso, separándose de ella solo unos centímetros al notar como el carro se detenía de forma abrupta frente al palacete señorial que ahora sería su morada.

-Bienvenida a casa mi amor.

Mientras más de una docena de criados se ocupaban de su equipaje, Irene se dedicó a enseñarle personalmente cada una de las numerosas estancias de la casa. Terminando por el dormitorio donde, con gran delicadeza, insistió en que debía acostarse pues aunque no quisiera admitirlo, las enormes ojeras de su rostro reflejaban que la joven estaba realmente cansada. Una vez acostada no tardó en caer en un profundo sueño mientras Irene no apartaba sus ojos de ella con una sonrisa, era tan bonita, tan niña en ocasiones y en otras tan mujer, no podía entenderlo, no le cabía en la cabeza que la sangre Arrimadas corriese por sus venas, era demasiado perfecta para ser la hija de Ernesto Arrimadas.

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