Viaje/ Parte 3

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Una mano húmeda y fría se postró en mi frente. Abrí los ojos. Era Saúl el dueño de la mano, llevaba puesto únicamente unas bermudas y su largo cabello suelto goteaba agua. Vi su sonrisa, parecía feliz de verme.

—Me encontré con una sirenita varada—dijo burlón.

—Y yo con una foca. —Entrecerré los ojos.

—¡Grosero!

—Algo quiere decir la foca, pero no le entiendo. —Crucé mis brazos.

—¡Ya verás! —Frunció el ceño y sus ojos de óleo se iluminaron.

Saúl tomó con fuerza mi brazo y me arrastró sin piedad por la arena hasta el mar.

—¡Espera! —le grité.

—Te llevaré de regreso a tu hábitat, sirena fea —amenazó riéndose.

—¡Alto! —exclamé asustado.

Sentí el agua. No estaba fría, el sol del día la había calentado. Era cálida como un abrazo. Le pedí a Saúl que me soltara y en el momento en que me disponía revelarle que no sabía nadar, un puñado de agua salada me silenció. Sentí la presión del agua en mis oídos. Saúl, sin saberlo, me estaba ahogando. Dejé de patalear. Saúl me había soltado en el mar, inocentemente supuso que sabía nadar. Me abandoné y me entregué a las sensaciones que me ofrecía el agua salada: el sonido tenue y las acaricias de la fuerza de las olas plateadas. Pensé que moría en ese momento. Me costó trabajo respirar. El agua me lastimó al entrar en mis pulmones. Lentamente dejé de escuchar y sentir, todo se puso oscuro. Agradablemente oscuro. Era tan reconfortante aquella oscuridad. Mis problemas no existían, ni mis dudas, ni mis temores. Sólo yo, de manera tenue. Casi inexistente, como la llama de una mecha de una vela derretida a punto de apagarse.

—¡René! —gritó Saúl.

Expulsé agua con mucho dolor de mi boca y nariz. Abrí mis ojos, lo primero que pude ver fueron los óleos llorosos de Saúl. Estaba a mi lado, pálido y tenso.

—¿De verdad eres un escritor? —dije y tosí persistentemente. Salió más agua de mi boca.

El pecho me ardía, me dolía respirar. Era como si naciera de nuevo.

—¿Por qué no me dijiste que no sabías nadar? —reprochó, triste, Saúl.

Saúl se echó en la arena a mi lado. Al salir de mi rango de visión pude ver el firmamento poblado de estrellas. Era como ver infinidades de sueños realizándose al mismo tiempo. Todo me pareció más vívido y colorido, hasta el cielo silencioso y estrellado. Me sentí feliz de estar vivo y contemplar tan magnífica noche.

—¿Por qué estaré vivo? —pensé en voz alta.

—No lo sé, pero es bueno que estés aquí, conmigo —soltó Saúl con su vozarrón—. El día que salimos a beber, fue cuando supe cómo te sentías. Igual que yo —calló por un momento—. Regresaste del baño... —continuó—, habías vomitado, te veías pálido... y volviste a beber. Parecías un niño perdido sin control de sus acciones. Y entonces, confiaste en mí y me dijiste tu secreto y pesares. Contaste que Dafne te vació por completo. Lo poco que tenías para ofrecer desapareció cuando se derrumbó el cálido hogar que ella representaba. Entre llantos me contaste como te abriste y confiaste en ella, como visualizabas un futuro a su lado y de repente te hallaste en un limbo. Todo lo que te importaba desapareció en un chasquido de dedos. Entonces, fue ahí cuando me contaste que intentaste suicidarte. Me partió por dentro escuchar eso. Si tú... hubieras muerto, yo no me habría salvado. Eres como esa pieza de rompecabezas que hacía falta en mi vida. El músico solitario, cálido con su frialdad, me inspiró como una musa lo haría.

En mi melancólica soledad con ellos ( Completa y disponible en papel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora