10. Baile bajo la lluvia

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Antes veía pasar mi vida, sentada en el borde de mi cama, murmurando canciones y con temor de elevar la voz, con miedo de si me podría ahogar, con miedo de agitarme, con miedo de dormir, con miedo de ver siquiera al sol

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Antes veía pasar mi vida, sentada en el borde de mi cama, murmurando canciones y con temor de elevar la voz, con miedo de si me podría ahogar, con miedo de agitarme, con miedo de dormir, con miedo de ver siquiera al sol. Pero si pudiese decirle algo a mi yo de hace unos años, le diría que el temor, a pesar de que haya sido un amigo durante años, era un freno que me ponía yo misma -con ayuda de mamá-. El miedo me limitó por mucho tiempo, ¿qué si muero mañana? Al menos habré vivido como se debe de.

Si pudiese decirle a mi yo de hace un año que ya es tarde de mi hora de llegada y que estoy corriendo bajo una lluvia estruendosa, seguro le daría un infarto, se ahogaría con su propia respiración y se llenaría de temor, pero la Emma de hoy, de este presente, ya no siente eso, ¿qué pasa si me ahogo con mis problemas ahora? Nada. Mi alma no se sentiría en pena porque ya no tengo miedo a morir o a tomar el sol. Ya no existe un miedo que me corroa de día, pero sí hay uno por la noche que no me deja dormir.

Me dispuse a ir donde Clark me indicó y en ese momento tuve miedo, no lo negaré. Me daba igual que me pasase algo a mí porque yo estaba satisfecha conmigo, pero ¿y si algo le pasaba a Clark?

Luego empecé a correr de un lado a otro, entre los autos, entre los árboles de las plazas y comenzó a llover. Lo cual fue un tanto extraño, como si brincase de verano al otoño. Mi entorno comenzó a helar y en vez de sentirme más desanimada, fue todo lo contrario, cualquier preocupación que traía conmigo se esfumó mientras la lluvia caía sobre mi rostro.

Quedaban dos calles para ir justo donde Clark quería. La lluvia caía sin cesar y a pesar de la nebulosa capa que me impedía ver, lo divisé.

Divisé al chico azul frente a una casa, cubriéndose de la lluvia. Me acerqué a él con una evidente sonrisa, la cual el correspondió y comprendí que no pasaba nada grave.

-¿Por qué me llamaste, azul?

Mi alegría era tanta. Mi cuerpo estaba tan afligido y mi mente tan exultada que emitió el apodo más privado que tenía. Nunca se me hubiera ocurrido, por cuenta propia, decirle a Clark de esa forma.

-¿Azul? -preguntó con una sonrisa burlona.

Mis mejillas se encendieron pero la lluvia opacó el calor de éstas, volviéndome un tanto al microsegundo eterno de una fantasía, del momento entre el sueño y el despertar, donde se confunde lo real con la ficción.

-Oh -murmuré-, es que eres azul.

-¿Soy azul?

Era azul. Clark era el chico más puro y azul que hubiese conocido nunca. Su magia, su ser y su alma eran bañadas del color más nostálgico y leal de la gama; sus ojos reflejaban su mismo color, y una vez más, como dijo Shakespeare, los ojos son la ventana al alma y a través de los ojos de Clark, efectivamente, podías apreciar su alma.

-Sí, Clark, eres azul.

-¿Quieres explicarme?

Estiró su mano, mojándola por la estridente y gruesas gotas de la lluvia y señalando con la otra los escalones debajo de un techo de madera. Sujeté su mano esbozando una sonrisa y chispas diminutas, como hadas felices que revoloteaban en el pequeño espacio del contacto, explotaron en nuestras manos, casi pude ver los brillos, tal vez era la lluvia, de igual forma, no se pudo opacar la magia de nuestro sentir.

Tintes de otoño | completaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora