33. Adiós, Inglaterra

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Nada en el mundo se compara con la alegría

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Nada en el mundo se compara con la alegría. Ver la felicidad en el rostro de Clark me hizo ver que realmente estaba haciendo bien. Me creaba una sensación agradable que disipó todo lo negativo, lo expulsó fuera de mi ser.

El último día que nos quedó en Londres, lo utilizamos para vagar por la ciudad, yendo de un lugar a otro, aprovechando el día. Papá y mamá se tomaron demasiadas fotos y muchas veces me querían forzar a salir, pero ¿ya les dije que detesto las fotografías? Siempre se asustan cuando un fantasma asoma en una fotografía y bueno, ¿hace falta decir que yo sería eso?

Pero muchas de esas veces, Clark me empujaba para ceder y recordé tanto frases de él como de mamá, repitiéndome la oración: "amor propio". Así que cedí por esas pocas veces, algunas fueron fotos con Clark en paisajes prometedores.

Me había propuesto a mí misma quererme un poco más. Verme el lado bueno. Creer un poco más en mí y mis habilidades, quizá mamá tenía razón y eso me llevaría a un buen camino, quién sabe.

Cuando el sol comenzó a caer, papá le pidió al taxista que nos llevara al Big Ben, yo me pregunté: si es la atracción más wow y conocida de Londres, ¿por qué esperamos hasta el final?

Papá y mamá revivieron un pequeño viaje que habían hecho con anterioridad y yo descubrí que dicho reloj se veía bastante bonito por la noche, como en Peter Pan, cuando se los lleva volando, algo tentador.

Las luces alumbraban el entorno y, en el centro, en la parte más alta, el reloj tenía su luz propia para que la gente que observaba desde abajo pudiese ver la hora.

Mamá y papá, como era previsto, no se resistieron a tomar fotografías. Yo estaba bastante cansada y me crucé de brazos, amargamente.

—Ven, Emma —pidió mamá con una sonrisa que rogaba por estar junto a ellos mientras la señora Lewis sostenía la cámara. Yo me negué rotundamente y Clark se posicionó tras de mí.

—Vamos —susurró—, una fotografía con tus padres.

—Ya me tomé muchas —repuse—, ya está bien para un día.

Clark soltó una carcajada y avanzó junto a mí para observarme fijamente. Su mirada era como fuego, se extendía por todo mi cuerpo volviéndolo en un tono rosado. Él provocaba color en mí.

—Una más no te hará daño, es la última del día y es un bonito recuerdo de este viaje, ¿no te parece? —observé a mis padres que me observaban inquisitivos y con un rayo de esperanza en sus ojos—. Vamos, Emma, hablamos del Big Ben.

Bien, tal vez Clark tenía razón, de hecho, hizo que me dejara llevar con sus palabras. Arrastrando los pies caminé a la pareja que me esperaba bajo el Big Ben, mamá alzó sus brazos a mí y, una vez delante de ellos, me colocó en el centro y ambos me abrazaron.

Tintes de otoño | completaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora