La Calle de la Hilandera

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A muchos kilómetros de distancia, la misma fría neblina que se pegaba a las ventanas del despacho del primer ministro flotaba sobre un sucio río que discurría entre riberas llenas de maleza y basura esparcida. Una enorme chimenea, reliquia de una fábrica abandonada, se alzaba negra y amenazadora. No se oía ningún ruido excepto el susurro de las oscuras aguas, y no se veía otra señal de vida que la de un escuálido zorro que había bajado sigilosamente hasta el borde del agua para olfatear, esperanzado, unos pringosos envoltorios de comida para llevar, tirados entre la crecida hierba.

De pronto, con un débil «¡crac!», una delgada y encapuchada figura apareció en la orilla del río. El zorro se quedó inmóvil y, cauteloso, clavó la mirada en el extraño fenómeno.

La figura miró en derredor un momento, como si tratara de orientarse, y luego echó a andar con pasos rápidos y ligeros mientras su larga capa hacía susurrar la hierba al rozarla.

Con un segundo «¡crac!» más fuerte, apareció otra figura también encapuchada.

—¡Espera!

El grito asustó al zorro, que se encogió hasta aplastarse casi por completo contra la maleza. Entonces salió de un brinco de su escondite y trepó por la orilla. Hubo un destello de luz verde y un aullido, y el zorro cayó hacia atrás y quedó muerto en el suelo.

La segunda figura le dio la vuelta con la punta del pie.

—Sólo era un zorro —dijo una desdeñosa voz de mujer—. Temí que fuera un auror. ¡Espérame, Cissy!

Un tercer «¡crac!» se oyó, pero la mujer que iba delante, que se había detenido y vuelto la cabeza para mirar hacia el lugar donde se había producido el destello, subía ya por la ribera en la que el zorro acababa de caer.

—Cissy... Narcisa... Escúchame.

La mujer que iba detrás la alcanzó y la agarró por el brazo, pero ella se soltó de un tirón.

—¡Márchate, Bellatrix!

—¡Tienes que escucharme!

—Ya te he escuchado. He tomado una decisión. ¡Déjame en paz!

Narcisa llegó a lo alto de la ribera, donde una deteriorada verja separaba el río de una estrecha calle adoquinada. La tercera mujer se comenzó a burlar de la segunda. Bellatrix, no se entretuvo y la siguió, y la otra también hizo lo mismo.

Las tres, una al lado de la otra, se quedaron contemplando las hileras de ruinosas casas de ladrillo con las ventanas a oscuras que había al otro lado de la calle.

—¿Aquí vive? —preguntó la tercera mujer con desprecio en la voz

—Sí, aquí, Paradox —dijo Narcisa.

—¿Aquí? —repitió—. ¿En este estercolero de muggles? Debemos de ser las primeras de los nuestros que pisamos...

Pero Narcisa no la escuchaba; se había colado por un hueco de la oxidada verja y estaba cruzando la calle a toda prisa, Bellatrix tampoco se quedó a escucharla y la siguió.

—¡Espérenme!

Paradox las siguió con la capa ondeando y vio a Narcisa entrar como una flecha en un callejón que discurría entre las casas y desembocaba en otra calle idéntica. Había algunas farolas rotas, de modo que las tres mujeres corrían entre tramos de luz y zonas de absoluta oscuridad. Bellatrix alcanzó a su presa cuando ésta doblaba otra esquina y lo mismo hizo Paradox; y Bellatrix esta vez consiguió sujetar por el brazo a Narcisa y obligarla a darse la vuelta para mirarla a la cara.

—No debes hacerlo, Cissy, no puedes confiar en él —le dijo.

—El Señor Tenebroso confía en él, ¿no?

Bella Price y el Misterio del Príncipe©Where stories live. Discover now