Uno

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A veces me pregunto qué hubiera ocurrido si aquella tarde hubiese tomado una decisión diferente. Si hubiera doblado una calle antes, si me hubiese demorado un poco más en alguna tienda, si hubiera entrado a tomar un café en una de las incontables confiterías que hay en el centro, o si tan solo no hubiera dirigido mi mirada hacia ese preciso lugar. ¿Qué hubiera sucedido entonces? ¿Hubiera conocido a otra persona? ¿No hubiese existido nadie especial para mí en todos estos años? Con cualquiera de esas dos opciones. ¿Sería hoy el mismo que soy? ¿Me agradaría ese otro yo? ¿Le agradaría yo a él? ¿Nos hubiésemos topado J y yo en algún otro momento de nuestras vidas? ¿En otro lugar? ¿Existe el destino? ¿O las cosas suceden porque sí, sin ninguna razón?

Supongo que estas preguntas podrían aplicarse siempre, a cualquier oportunidad que se nos haya presentado y ante la cual debimos optar entre dos caminos. Pero esto que voy a contar, ni siquiera fue una elección. Yo apenas iba caminando. Las cosas se dieron, simplemente. Llegaron hasta mí.

Aquel era un día común, de una semana normal que pronto pasaría al olvido, como sucede con tantos instantes que vivimos todo el tiempo. No fue así. Recuerdo aquella noche del sábado 29 de junio del año 2002 como si fuera ayer. Lo que llevaba puesto, mi corte de pelo, el bolso que cargaba al hombro, todas las sensaciones que caminaban conmigo. Lo que debía ser solo otro día, sigue viviendo en mí tan nítido y claro como si estuviera viendo una película, hoy, veinte años después.

Recuerdo haber abandonado las Galerías Pacífico y caminar por la calle Florida en dirección sur. Florida fue la primera peatonal de Buenos Aires y en sus alrededores se desarrolló, durante dos siglos, toda la vida bohemia y artística porteña. A mí, que me he criado en un lejano suburbio de la ciudad, lleno de aspiraciones orientadas al arte, siempre me había resultado fascinante ese ambiente. Ese centro urbano atiborrado de bellos edificios de estilo europeo, contaminado con carteles publicitarios y cargado de la palpable energía de los sueños de tantos individuos, no podía más que resultarme inspirador para mis propios anhelos. Era la evidencia física de que existía un mundo distinto al que conocía y que estaba aguardándome.

Esa tarde, que comenzaba con lentitud a perder brillo propio y empezaba a disfrazarse con neones y luminarias amarillentas, había poca gente caminando por la peatonal. Como cada fin de semana a esa hora, las personas ya estaban disfrutando de los lugares de moda o disponiéndose a salir a comer, a bailar o a aprovechar de una velada tranquila en su propia casa. Aun así, cada tanto me topaba con grupos de turistas y visitantes, consultando sus mapas de papel o detenidos frente a edificios históricos para observarlos. Me misturé entre ellos. Intenté fundirme en la masa de neo-descubridores de las bellezas de mi ciudad. Quise creerme uno más, lo que no fue difícil, ya que hacía muy poco tiempo que había vuelto, después de casi una década de andar peregrinando por diferentes países y continentes.

Había algo fluctuando en el ambiente, cierta cosa que me hacía sentir acogido, un encanto mágico que me brindaba el sentirme una suerte de excursionista en lugares que conocía muy bien. Me adivinaba en mi hogar, volviendo a los brazos de alguien que me había estado esperando desde hacía tantísimo tiempo. Tal vez fueran los rostros de las personas que me resultaron familiares, o el acento, mezcla de español e italiano, de las voces que escuchaba al pasar; o las melodías que nos envolvían a todos y que escapaban de los grupos de artistas que representaban sus espectáculos callejeros rodeados de curiosos. No sabía qué despertaba aquella sensación, tampoco me preocupaba averiguarlo. Dejé que mis pies me guiaran. Con los ojos llenos de curiosidad, colgados de los balcones y frentes, recorriendo todo lo que tenía a mi alrededor, me desentendí de la rapidez del tránsito al cruzar avenida Corrientes y de las multitudes agolpadas en las puertas de sus teatros, que aguardaban ansiosas para poder ingresar a las salas y resguardarse del frío de aquel otoño, que ya era casi un invierno. Dejé que esa atmósfera bohemia y nostálgica me inundara. No tenía prisa. Si alguna cosa me llamaba la atención, me detenía y la disfrutaba. Fue así que entré en algunas librerías, en una tienda de discos y más adelante me perdí largo rato en los pasos de una pareja que bailaba el tango en trueque por algunas monedas. Cuando el sol ya casi se había apagado, lo reemplazaron el alumbrado público y las marquesinas que fueron encendiéndose poco a poco, al igual que las luces de las ornamentadas fachadas. El gentío fue disminuyendo y los vehículos de las calles adyacentes, me resultaron cada vez menos avasallantes. Abstraído por el impulso y la curiosidad de visitante, no sentí deseos de apurar la marcha, aun sabiendo que no había recorrido tantas cuadras y que se me estaba haciendo tarde, porque todavía me faltaba un largo trecho para llegar a San Telmo, donde un grupo de amigos me aguardaba para cenar.

Me detuve ante la luz roja de un semáforo, levanté la mirada y me topé con aquellos edificios que conforman la intersección de la calle Florida con la avenida Roque Sáenz Peña, más conocida como la Diagonal Norte. Estaba parado justo debajo de los viejos carteles azules que indicaban el nombre de las calles, giré trescientos sesenta grados y me encontré con la nueva iluminación del —en aquellos años—, edificio del Banco de Boston. Nunca había visto su fachada de esa manera, tan a la usanza de emblemáticas edificaciones del Estado. Ocupando toda la esquina, se erguía, y se yergue, orgulloso en sus colores piedra y blanco, rematado por una cúpula y un techo cubiertos por rojizas tejas de cerámica. Innumerables detalles intrincados adornan sus aberturas. Justo frente a mí, un enorme portón de hierro fundido me invitaba a adivinar sus arabescos, mostrándome los detalles remanentes de las protestas sociales ocurridas a lo largo de ese último año, resultantes de la crisis económica y política desatada en el país.

Volví a mirar hacia la señal y todavía no daba luz verde. Recuerdo haber pensado que quería regresar para ver con mayor detenimiento esa misma fachada durante el día y que intentaría averiguar sobre alguna excursión para recorrer su interior. El semáforo cambió y los transeúntes que me rodeaban comenzaron a cruzar la avenida por la ancha senda peatonal. Me disponía a bajar el pie derecho hasta el asfalto, cuando tuve esa extraña sensación que todos tenemos en el momento en que adivinamos que alguien, que no podemos ver, nos está observando. Sentí cierto calor subiendo por mi rostro. La primera idea que me vino fue que podía ser alguien que me conociera, y no sabía si tenía ganas de interrumpir mi paseo por una charla casual en la que debería extremar mi simpatía y tratar de acordarme de detalles que solía no recordar. No quise tener la certeza de quién podía llegar a ser, de modo que inicié el cruce sin mirar. Me sentí raro; sin dudas una estupidez mía, resultante de mi eterno ostracismo social. Y sin embargo, una parte de mí me empujaba a encarar a quien fuera que estuviera mirándome. Crucé la avenida. Volteé levemente hacia mi derecha buscando el Obelisco, y luego hacia la izquierda, intentando alcanzar la Plaza de Mayo y la Casa Rosada. Había pisado la vereda opuesta y durante los veinte metros caminados para llegar hasta ella, nunca me había abandonado esa rara fuerza interior que intentaba ordenarle a mi cuerpo que buscara quién me enfrentaba de ese modo.

Una voz en mi cabeza me decía: "Date vuelta, mirá".

Pensé que la distancia entre los dos puntos me protegía. Sin sopesarlo demasiado me decidí a espiar. Cualquier cosa, haría de cuenta que no había alcanzado a ver a nadie y seguiría mi camino sin importar quién estuviera del otro lado. Fingí observar un edificio iluminado, mientras de reojo intentaba descubrir algún rostro familiar que destacase entre la multitud de personas que se había agolpado sobre el cordón, detenida una vez más por la señal de tránsito. Me tranquilicé al no reconocer a nadie. Me quedé allí un instante para decidir si seguía caminando o aprovechaba algún taxi que pasara por la avenida para llegar cuanto antes hasta la casa de mi amigo Adrián; había perdido el interés por continuar el paseo.

La marea de gente se fue disipando, como lo hace la neblina o una cortina de humo en un recital de rock. Fue solo entonces que lo vi. Parado delante del conjunto escultórico que adorna la intersección de esas tres calles, un completo desconocido me sonreía, mirándome con timidez. Bajé la vista, fingí mirar hacia otro lado. La devolví a él. Sus ojos claros seguían allí, fijos, llamándome, sin despegarse de mí.


LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora