Siete

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—¿Dónde estabas? —insistió Eduardo al abrirme la puerta de calle.

No supe qué responder. Me encogí de hombros y acompañé ese gesto con otro que hice con mi boca.

—Con algún chongo seguro que estabas —lanzó, escrutando mis ojos minuciosamente, esperando cualquier atisbo en ellos para asegurarse de que no le mintiera.

—Sí y no —respondí, mientras caminábamos por el oscuro y anticuado hall de entrada.

Abrió las negras puertas tijera que poseían la mayoría de los viejos ascensores de los edificios en Buenos Aires y volvió a clavarme la mirada.

—¿No era que no querías saber más nada de hombres? —preguntó, con una sonrisa socarrona en la cara.

—Fue una charla, nada más —contesté y presioné el botón número seis en el panel, porque aún seguíamos en la planta baja.

—A mí no me engañás, conozco bien esa cara —sostuvo con agudeza en su expresión.

Y, ciertamente, me conocía muy bien. Varios años atrás habíamos estado envueltos en un dramático lío amoroso, en el que la amistad que habíamos tenido por un mísero año había pasado a ser algo más y donde ninguno de los dos había sabido cómo salir de ese embrollo. Porque yo no era libre y además él era amigo de mi pareja de entonces. Todos formábamos parte de un mismo grupo de amigos, muy cercanos. Los mismos que ahora estaba visitando. Fue todo un escándalo cuando la verdad salió a la luz; aunque, con el tiempo y con buena voluntad, después de algunos años distanciados, nos reencontramos a mi regreso de Estados Unidos y pudimos retomar el camino de la camaradería, perdonando heridas y culpas pasadas.

Al entrar al departamento de Adrián, me recibió un griterío y una serie de insultos en broma debido a mi demora.

—¡Por fin te dignaste a llegar! —lanzó el dueño de casa.

—Estaba putaneando —me entregó mi acompañante.

—¿Cómo es eso? —quiso saber Miguel.

—No, no... nada que ver —intenté defenderme—. Nada más charlé un rato con un chico.

—Y nosotros esperando para cenar —se quejó Francisco.

—Perdón... —ensayé.

—¿Y con quién estaba? —le preguntó Adrián a Eduardo.

—Yo qué sé, preguntale a él —contestó metiéndose en la cocina para ver si la cena aún seguía caliente.

Adrián se levantó del sofá y se acercó hasta mí para tomar mi bolso y mi abrigo, pero también queriendo que le contara sobre lo sucedido.

—Contá —sentenció, sin dejarme muchas opciones.

—No pasó nada, tomé un café con un chico brasileño que conocí en la calle.

—Ay, Dios mío, sos más rápida vos, menos mal que mi amigo está allá, en España, sino se me muere —bromeó, con un tono muy propio que suele usar y que todos hemos ido adoptando con el trato y la convivencia.

Adrián y Martín, mi ex, el de las Islas Canarias, eran y son, aún hoy, mejores amigos, lo que me intimidaba un poco para hablar sobre mis conquistas amorosas delante de él.

—No deja títere con cabeza —espetó Eduardo, volviendo a la sala.

—Ah... —lanzó el dueño de casa en un grito exagerado y algo femenino, que también suele hacer bastante seguido—. Ésta todavía está dolida porque la hiciste pasiva y la largaste.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now