Catorce

166 16 11
                                    


Hasta donde me lleva la memoria, la luz del día jamás me incomodó el sueño. Sin embargo, tengo la sensación de haber despertado debido a la claridad que se colaba entre las cortinas y el blackout. Dormía enfrentado a la ventana y dándole la espalda a Jey, que tenía un brazo colgando sobre uno de mis costados. Al abrir los ojos y ver la habitación, de inmediato concienticé dónde me encontraba. Me giré para enfrentar a mi acompañante, que despertó apenas hice un leve movimiento. Se le veía la cara hinchada y supuse que estaría tan cansado como me sentía yo. Habíamos dormido tan solo cuatro horas, según informaban los números verdes del reloj digital, que había espiado por encima de él mientras me daba vuelta en su dirección.

—Buenas tardes —dije en castellano, con una voz ronca que me costó reconocer.

—Buenas tardes —repitió él, en la misma lengua y con el tono también adormecido.

Sus ojos entrecerrados me miraban de la misma manera en que lo habían hecho más temprano, antes del sexo y después, cuando nos dimos un duchazo juntos.

Suspiró hondamente.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó.

—Debería irme a la casa de mi madre —pensé en voz alta.

—Ah, vamos. Tengo pocos días para conocer Buenos Aires, vayamos a algún lado.

—No, de verdad, se va a preocupar.

—La llamas y le avisas que no te espere por cuatro días.

—¿Qué? ¿Estás loco? —reí—. ¿Me voy a quedar acá cuatro días? No tengo ni ropa para cambiarme.

—Usas la mía, debemos tener un talle similar.

—Mmmm... no sé.

Volví a mirar hacia el techo, como si éste hubiese sido capaz de ayudarme a tomar una decisión. Varias posibilidades pasaron por mi cabeza. Si me iba en ese momento no corría ningún peligro, todo quedaría como una linda anécdota para recordar. Había conocido a un chico guapísimo, con el que había tenido un sexo espectacular y punto; todo se terminaba allí mismo. En cambio, si me quedaba, no sabía qué iría a pasar. ¿Para qué querría quedarme? Pero deseaba hacerlo. Cada sentimiento me pedía que lo hiciera. Quería conocerlo mejor, quería pasar más tiempo con él. Sabía que podía ser una locura, pero también se me antojaba una aventura digna de ser vivida. Había tenido esa increíble primera impresión antes, pero siempre algo me había impedido profundizarla. En esa oportunidad, nada parecía un obstáculo para que no pudiera hacerlo.

J trepó medio cuerpo sobre el mío y me dio un pequeño beso en la mejilla.

—Vamos... quédate —me pidió en un tono tierno.

Aún estábamos desnudos, así habíamos dormido. De nuevo podía sentir su sexo apoyado en mi piel, desafiándome. Lo miré a los ojos y le sonreí, aceptando tácitamente lo que me pedía. Volvimos a besarnos y a abrazarnos.

Otra vez nuestros cuerpos parecían tomar iniciativa propia. Enredándose y restregándose, buscando obtener y dar placer. Ese placer extremo que habíamos experimentado apenas unas horas antes. Porque siempre son la osadía y el fulgor los que guían nuestros instintos, cuando descubrimos en la piel de alguien la capacidad de llevarnos al éxtasis, al borde casi de la locura. Rápidamente tomamos cuenta del otro y comenzamos a reclamar propiedad sobre su cuerpo, que es nuestro en esos instantes de gozo, cuando nos amamos. Gemidos escapaban y se susurraban promesas incumplibles, que solo durante esa abnegación delirante somos capaces de hacer, intentando alcanzar el éxtasis de la pasión carnal. De pronto, se escuchó el sonido estridente del timbre, destruyendo el momento mágico que se había ido construyendo. Nos miramos extrañados. La campanilla volvió a retumbar en el silencio del cuarto, J hizo un gesto pidiéndome que me mantuviera callado y después otro para que no le dé importancia. Al cabo de un minuto, retomó lo que estábamos haciendo. Una vez más la campanilla; ahora, acompañada de varios golpes contra la puerta.

—¿Quién será? —pregunté en voz muy baja.

—Ya se va a ir —respondió.

Volvimos a besarnos, y como percibimos que ya no tocaban, supusimos que no volverían a interrumpirnos, por lo que nos dispusimos a afanarnos de vuelta en nuestra placentera tarea. Nuestros cuerpos lo reclamaban. La excitación no había disminuido ni un ápice a pesar del estorbo. No nos costó retornar al punto exacto en que estábamos. Ya sabíamos cómo llegar con facilidad hasta allí. Estábamos otra vez aunados, nuevamente éramos los dueños del otro. El resto del mundo había dejado de existir. Sentí que estábamos llegando hasta donde queríamos, ya casi lo hacíamos. Entonces, justo cuando no faltaba nada para el orgasmo, escuchamos una llave girar en la puerta y la cerradura destrabándose. J abandonó la cama de un salto y con destreza casi felina alcanzó a interrumpir el recorrido de la puerta que se abría, gracias a dos zancadas extraordinarias con las que casi había volado los cuatro metros que nos separaban de la entrada.

—Papai, como você conseguiu abrir a porta? —murmuró apretando los dientes.

—A gente tinha concordado em assistir o jogo de futebol, achei que estivesse dormindo. Pedi para a empregada me abrir.

—Não estou sozinho. Estou com alguém —casi gritó con la boca cerrada.

—Tá bom, espero você...

Cerró la puerta, dejando a su interlocutor hablando del otro lado.

—Perdón. ¡Qué vergüenza! —se quejó volviendo a la cama.

—¿Qué pasó? ¿Quién era?

—Era mi papá, habíamos quedado en ver un partido de la selección de Brasil y se pensó que no contestaba porque estaba durmiendo —respondió apenado.

—¿Qué le dijiste? —me sorprendí.

—Que estaba con alguien —movía su cabeza con preocupación—. Perdón, de verdad.

—No, no te preocupes. Está todo bien —solté intentando disimular la sonrisa nerviosa que me nacía.

—Ahora me espera en la recepción, no sé qué me quiere decir.

—Ok, no hay problema, me quedo aquí mientras hablas con él.

De más está decir que el clima previo a la interrupción se había evaporado por los aires. Él apretó una mueca de disculpa y se dirigió hacia el baño. Me preocupé por su situación, ya que no sabía qué consecuencias podía traerle aquel incidente, ni tampoco qué tipo de relación mantenía con su padre. Cuando regresó al cuarto, parecía pensativo. Comenzó a vestirse.

—Ven conmigo, acompáñame —dijo de repente.

—¿Adónde? —me sorprendí.

—Al lobby, quiero presentarte a mi papá, quiero que él te conozca.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now