Diez

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Al ir abriéndonos paso entre las personas, noté cuánto J llamaba la atención, ya que las caras de esos hombres iban siguiéndolo en su recorrido, una vez que se hubieron movido para permitirnos pasar. Me sentí extraño. Una mezcla de celos y de orgullo me llenó el pecho, aunque no podía concentrarme en ello, ya que parecía que las paredes del lugar se nos venían encima, lo que me sofocaba. Llegamos hasta el ingreso al pasillo que conducía al baño. Él entró, perdiéndose en el gentío que aguardaba su turno. Me apoyé contra una de las columnas de hierro cercanas a esperar que regresara. Volví a repasar en mi mente las caras de esos tipos, sonriéndole con descaro mientras él parecía no notarlo. Supongo que los rasgos germánicos de Joás resultaban llamativos. Su piel de papel, sus ojos casi transparentes, su cabello rubio clarísimo, su cuerpo tan bien formado marcándosele debajo de la ropa. Nuestras manos enlazadas. Miré hacia el techo, trayendo de nuevo esa imagen. La piel muy blanca de su mano sujetando con firmeza la mía, trigueña.

La música sonaba un poco confusa en mi cabeza, al tiempo que los bajos golpeaban y repercutían en todo mi cuerpo. Nunca había estado borracho, por lo que no entendía muy bien lo que me estaba ocurriendo. Era una sensación extraña. Un par de chicos muy jóvenes pasaron cerca, deslizando, uno primero y el otro después, sus manos sobre la parte delantera de mi camiseta pegada a mi pecho. Les sonreí, ellos rieron tontamente, como si hubieran acabado de realizar una gran hazaña, luego siguieron camino. Debí darme cuenta en ese momento de que había algo raro en mi comportamiento, porque en otras circunstancias nunca les hubiera permitido hacer semejante cosa. Nunca me gustó que la gente me toque, muchísimo menos si son desconocidos.

—Más vale que no me separe otra vez de ti porque pueden robarte —dijo J, que, saliendo del baño, había presenciado lo que acababa de ocurrir.

—No pueden robarme, porque no soy de nadie —contesté, en un tono un poco más alto del apropiado y como si las palabras se patinaran sobre mi lengua.

—Me parece bien —respondió sonriendo y acercándose de manera peligrosa y con movimientos pausados.

Su cara y la mía quedaron a escasos milímetros de distancia. Podía sentir su respiración cálida. Nuestros ojos parecían prendados por alguna extraña fuerza invisible. Intenté desviarlos, pero me fue imposible.

—¿Qué pasa? —le dije, con una voz seductora que no sé de dónde estaba surgiendo.

—No pasa nada —replicó en el mismo tono.

—Parece que quieres besarme, pero no te animas.

—No me gusta aprovecharme de la gente que ha bebido.

—¿Piensas que estoy borracho? —me reí—. ¡Nunca en mi vida me he emborrachado!

—Ah, ¿no?

Negué con la cabeza.

—¿Ahora tampoco? —se burló.

Me encogí de hombros.

—Tal vez un poco alegre —me justifiqué.

—O sea que eres totalmente consciente de tus actos.

Asentí.

Él rio, apoyó su dedo índice en el comienzo de mi esternón y comenzó a bajarlo con lentitud entre mis músculos pectorales; se detuvo al llegar a mi abdomen.

—Demasiado ajustada esta camiseta —dijo—. ¿Te gusta provocar a los pobres chicos que como yo admiran tu belleza?

—Soy irresistible, lo sé. Lo lamento, no puedo controlar lo que provoco en la gente —bromeé.

Volvió a reír.

—Y yo no sé controlarme a mí mismo. No voy a tener más remedio que besarte.

—No doy besos en público.

—¿No?

—No —respondí con muy poca convicción y tratando de acentuarlo con mi cabeza.

El calor que surgía de su boca entreabierta entraba por la mía y por mis fosas nasales y se me estaba subiendo a la cabeza, causando un efecto aún más embriagador que el de todo el vino que había tomado.

Se acercó dos milímetros más.

—O sea, que...

No dejé que terminara de hablar, le tomé el rostro con ambas manos y lo halé hacia mí. Nuestros labios se chocaron. Lo besé casi con desesperación, como si hubiese estado conteniendo ese beso desde el instante mismo en que se paró a mi lado en la calle y me saludó. Él tomó mi cuello por detrás y me devolvió el beso con la misma energía. Recorrió con su lengua el contorno de mi boca, clavando sus pupilas en las mías; parecía que quería entrar en mí a través de ellas. Volvió a buscar mi lengua con la suya. Ambas se tocaron, se enlazaron. Sentí una especie de choque eléctrico cuando sus palmas frías recorrieron mi espalda, dejándola al desnudo porque había levantado la parte trasera de mi camiseta. Pasé mis brazos por debajo de los suyos y, tomándolo por los omóplatos, lo junté contra mi cuerpo, tanto cuanto pude. Bajé mi boca hasta su mentón, lo mordí. Él echó la cabeza hacia atrás, dejando la piel suave de su cuello vulnerable. La besé varias veces. Besos minúsculos. Luego, mordí levemente su nuez de Adán y escuché cómo dejó escapar un breve gemido. Quería hacerle el amor allí mismo. Volví a morder, ahora el lateral de su cuello, él rio y encogió ese hombro, parecía que le estaba haciendo cosquillas.

—Ey... —dijo.

—¿Qué pasa?

—¿No era que no besabas en público?

—Por ti hago una excepción.

Dibujó una sonrisa amplia, tan amplia que me pareció que su boca desbordaba los límites del rostro. Volvió a besarme, esa vez con menos pasión y con mucha más ternura.

—Eres buen besador —aseguró.

—Me encanta hacerlo. Podría estar horas.

—Vamos a llevarnos bien tú y yo —dijo con picardía.

Aún recostado sobre la columna de hierro, de frente a la salida del baño, sentí que algo me llamaba la atención y dirigí la mirada hacia ese pasillo, inmundo y atestado de gente. De entre todas esas borrosas figuras humanas, distinguí la de Eduardo, sonriéndome y haciendo una serie de gestos obscenos. Retiré una de mis manos de la espalda de J y le mostré el dedo medio. Mi amigo comenzó a reír.

Como había hecho él un rato antes, tomé la mano de Jey y lo arrastré hacia la multitud. Los pasillos laterales estaban tan atestados de gente, que nos estaba resultando casi imposible avanzar. En uno de esos atascos, se liberó de mi agarre y me rodeó con sus brazos, asiéndose de mi cintura. Apoyó todo su cuerpo contra mi espalda y descansó su mentón sobre mi hombro. Lo miré de soslayo y le sonreí. No me reconocía, ese no era yo. Casi que no me importaban las miradas ajenas. Casi.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—A un lugar más tranquilo.

No sé cuánto tiempo nos tomó atravesar esa multitud de cuerpos apretujados, pero lo logramos. Él no volvió a despegar el suyo de mí. Habíamos llegado hechos un par de siameses hasta el cortinado bordó de la entrada, donde estaba una de las escaleras que conducían hacia los pisos superiores, mi intención era escabullirme allí arriba porque sabía que mis amigos nunca subían, o ingresar al sector VIP, donde estaríamos mucho más tranquilos. Sin embargo, y no sé por qué razón, quizá por el estado en que me encontraba, vi justo debajo de la escalera un sofá vacío y me dirigí hacia allí. Nos sentamos y él se abalanzó sobre mí y volvió a besarme. Yo le devolví el beso con desenfreno. Nos detuvimos un breve instante para acomodarnos uno frente al otro. Nos miramos largamente hasta que volvimos a fundirnos. Sentí su mano entrando por debajo de mi camiseta, acariciándome el abdomen, luego el pecho. Recuerdo acariciar sus muslos gruesos y musculosos; apretarlos y que él se inclinó sobre mí y que perdí el equilibrio cayendo hacia atrás sobre el mullido y acolchado cuero frío. Intenté incorporarme, mientras él no despegaba su boca de la mía. Seguíamos besándonos, como si todo lo que existía previamente a nuestro alrededor se hubiera esfumado por el arte mágico del deseo que nos embargaba. Recuerdo todo eso a la perfección, pero a partir de ahí, no me acuerdo de más nada.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now