Cuatro

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El interior del Café Tortoni siempre me ha parecido algo lúgubre. Sus luces amarillentas, sus paredes cubiertas por tanta madera oscura, los tonos beige que dominan el ambiente, las columnas, el mobiliario de casi un siglo y medio de antigüedad. Sin embargo, los turistas adoran visitarlo y hacen larguísimas colas para poder ingresar. Es verdad que cuando cruzas sus puertas parece que estás volviendo al pasado y uno puede sentarse en donde alguna vez estuvieron Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges, Carlos Gardel o hasta el mismísimo Federico García Lorca. Sin dudas, es un pedazo viviente de la historia de Buenos Aires.

Los ojos de J se trasladaban de un rincón a otro a medida que íbamos entrando. Un mozo vestido de riguroso traje negro, camisa blanca y corbata en moño, nos acompañó hasta el centro del salón, donde nos preguntó si deseábamos un lugar en el sector para fumadores o en el de no fumadores, como era costumbre en aquel momento.

—No fumadores, por favor —respondí.

Nos acomodamos sobre las antiguas sillas de tapizado bordó y esqueleto de madera. Sobre la mesa redonda de mármol blanco había un menú que él tomó y ojeó rápidamente.

—Para mí, un café americano, por favor —pedí.

—¿Americano? —repitió.

—Es más liviano.

—Eu quero um alfajor e um café com leite.

Miré al mozo, esperando que solicitara una traducción del pedido, pero hizo una leve reverencia y se marchó.

—Parece que entiende portugués —señalé.

Sonrió, se quitó los anteojos y los dejó sobre la mesa, junto a su mapa y a un recipiente de porcelana con el logo del lugar que estaba lleno de sobrecitos de azúcar. Yo había colocado mi enorme bolso deportivo bajo mis piernas, una costumbre que he adquirido en algún momento de mi vida y conservo hasta hoy, para prevenir que alguien pase y se marche llevándose todo.

—Así que no fumas —observó.

—No, ¿tú sí?

—No.

—Mejor. Detesto el cigarrillo.

—A partir de ahora, yo también entonces —dijo, con cierto brillo de picardía en la mirada.

Se produjo un silencio de incomodidad. Nuestros ojos se cruzaron y ambos los desviamos de forma inmediata.

—Hablas muy bien inglés —señaló.

—Gracias, viví algunos años en Estados Unidos.

—Viviste en España y en Estados Unidos.

—Sí, y en Chile también. Hace dos semanas que volví a Buenos Aires.

—Guau, qué increíble. Yo viajo mucho, pero siempre he vivido en Brasil. Pero eres argentino, ¿verdad?

—Sí, me fui siendo muy chico.

El mozo se acercó con nuestros pedidos. Los depositó frente a cada uno y se retiró. Ni bien tuvo el alfajor de maicena al alcance, lo tomó y le dio un mordisco.

—Me encantan los alfajores —dijo mientras tragaba.

Parecía un niño degustando su dulce favorito, me causó gracia. Yo le di un sorbo a mi vaso de jugo de naranjas, que en las confiterías porteñas suelen obsequiarte cuando pedís un café como acompañamiento junto con algún dulce.

—¿Hay alfajores en Brasil? —pregunté.

—No, los conocí aquí.

—¿Cuándo llegaste?

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now