Ocho

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Camino a la disco, me sorprendí preguntándome por qué estaba tan ansioso y contento por volver a encontrarme con ese extraño que había acabado de conocer. No lo había besado, ni siquiera había sentido su piel, ni en un roce leve o de manera casual. Apenas, él había apoyado la palma de su mano sobre la gruesa lana de mi pulóver, ese había sido nuestro único contacto. Decidí culpar a mi antigua costumbre de quedar prendado como un idiota del primero que mostrara mayor interés del habitual en conocerme o saber sobre mí. Y aquellos ojos turquesa habían estado todo el tiempo tratando de ver más allá; queriendo descubrir algo que yo no suelo mostrar a primera mano; casi nunca, en realidad.

"Quiero volver a verte".

"Estaba esperando tu llamado".

¿Qué le pasaba a ese chico? ¿Siempre se comportaba así o tenía un espíritu tan inquieto que lo empujaba a la aventura? ¿Era más consciente que yo del escaso tiempo que teníamos por delante?

—Podrías haber dejado ese bolso en casa de Adrián —lanzó Eduardo, señalando con el mentón el enorme y llamativo bulto rojo y negro que cargaba sobre mis piernas, sentado junto a él en el asiento trasero del auto de nuestro amigo.

—¿Eh? —pregunté distraído.

—Dejalo, no ves que está soñando con el brazuca —acotó el otro, desde detrás del volante y observándonos por el espejo retrovisor.

—Nada que ver —me defendí.

—¿Y para qué lo traés? —insistió el primero.

—Porque tengo que volver a la casa de mi vieja.

—Déjenlo en paz, que haga lo que quiera —intervino Miguel, desde el asiento del acompañante.

Ubicado en el barrio de Montserrat, a pocas cuadras de la avenida 9 de Julio, Palacio Alsina no se encuentra muy distante de donde estábamos cenando; de cualquier modo, preferimos ir hasta allí divididos en dos autos; porque nadie desea caminar de madrugada, cansado, medio borracho y con las gélidas temperaturas de esa época del año. Dejamos los vehículos en el estacionamiento y cruzamos la angosta calle, dirigiéndonos al viejo edificio de principios del siglo veinte. Eran casi las dos de la mañana; temprano, para los estándares de la ciudad. Sí, en Buenos Aires esa es la hora en que uno recién se dispone a arreglarse para salir a bailar. Una locura, considerando que en otros rincones del mundo, las salidas nocturnas se van acercando a su final para ese horario.

Frente a la imponente fachada industrial del edificio —que alguna vez fue la sede de una importantísima compañía de comercio exterior y desde los años noventa se había convertido en uno de los más frecuentados clubes de la agitada noche porteña—, se encontraba una fila que se extendía por media cuadra y cuyos integrantes, en su mayoría hombres gays, aguardaban para ingresar, impacientes y tiritando de frío. Nos acercamos directamente hasta los guardias de la puerta y, haciendo uso del nombre del encargado de relaciones públicas de la disco, nos franquearon la entrada, ante la mirada reprobatoria de los que esperaban su turno. En el gran hall de ingreso nos encontramos con él, que siempre permanecía allí para dar la bienvenida a sus invitados. Nos recibió con afecto y nos extendió algunos free pass para que no tuviéramos que pasar por la boletería. Esa era una de las cosas que más me gustaba de mi trabajo, conocía a muchísima gente, lo que me daba ciertos privilegios. Me acerqué hasta el guardarropas, que quedaba en una especie de antesala justo antes de ingresar a la pista principal, para dejar mi abrigo y deshacerme del bolso. En ese ínterin perdí de vista a mis amigos, que se adelantaron sin darse cuenta de que me quedaba rezagado. Una vez hube entregado mis cosas y recibido el número correspondiente para después retirarlas, me alisé la ropa y me dispuse a cruzar los pesadísimos cortinados de pana bordó que daban acceso a un mundo mágico y extraterrenal, donde la música aún no sonaba con toda la potencia que lo haría más tarde. Las cortinas estaban allí para impedir que esa sala, profana y pecadora, pudiera ser vista desde la vereda. Me abrí paso haciendo fuerza con uno de mis brazos y, en ese momento, me encontré con J, que estaba solo, parado en un espacio sin gente, a unos escasos dos metros de la entrada, con un vaso de vidrio lleno de un líquido verde en sus manos y la cabeza alzada, mirando hacia los balcones que se extendían más arriba. Llevaba jeans oscuros ajustados, un suéter color piel de lana muy fina, que marcaba y dejaba entrever las redondeces de los músculos de su torso y una melena rubia de pelo muy corto, que no había visto hasta entonces, porque había permanecido oculta bajo el gorro de lana colorada.

—¿Espera a alguien? —le pregunté, parándome junto a él y haciéndome el interesante.

Me recibió con una enorme sonrisa de dientes blancos y perfectos que, más adelante, con los años, descubriría que es una característica propia de los brasileños debido a los cuidados dentales que llevan desde muy pequeños, pero que entonces desconocía y que, resaltados por la luz negra del recinto, me parecieron hipnóticos y fascinantes.

—¿Cómo estás? —me saludó moviendo levemente su cabeza.

—Bien. ¿Llegaste fácil?

—Sí, con las indicaciones que me diste por teléfono, no me podía perder. Aunque, a decir verdad, me tomé un taxi.

—Lo supuse —reí.

—Este lugar es impresionante, es gigante —dijo, mirando hacia la inmensa pista y los tres pisos del lugar, con capacidad para dos mil personas.

—Sí, me gusta mucho por su arquitectura.

Asintió, mientras sorbía de la pajita que sobresalía de su bebida.

—Ven, acompáñame a buscar a los chicos, así te los presento.

Comenzamos a adentrarnos en la planta baja, que todavía no estaba demasiado llena, ya que los porteños solemos comenzar a colmar las pistas recién a partir de las tres de la mañana. Yo iba adelante y él me seguía muy de cerca. Encontramos a mis cinco amigos recostados sobre una de las barras laterales, aguardando para recibir los tragos que habían pedido al barman.

—Ah, acá viene —dijo Francisco, al verme surgir de entre la gente.

Todos se dieron vuelta.

—Chicos, les presento a Jey. Jey, ellos son Eduardo, Adrián, Miguel, Francisco y Jorge.

—Encantado —respondió J, con marcado acento portugués.

Eduardo y Adrián se miraron con complicidad, mostrándose una sonrisa socarrona, que traté de que borraran abriendo mis ojos lo más grande que pude, desaprobando tal comportamiento y en un desesperado ruego implícito para que no me hicieran pasar vergüenza.

—Mucho gusto —respondieron al unísono, sin tratar de disimular sus expresiones burlonas.

Me volví hacia J esperando que no se sintiera demasiado incómodo, pero su actitud me demostró justo lo contrario. Sonrió un poco y alzó su vaso a modo de saludo, al tiempo que comenzaba a mover su cuerpo siguiendo de manera algo torpe el ritmo de la música que salía cada vez a mayor volumen desde los altoparlantes.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now