Nueve

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Cuando J se distraía, las miradas y los gestos de mis amigos, principalmente de Eduardo, me decían que el objeto de mi conquista había sido aprobado. Me daban su visto bueno en medio de burlas.

A.Cada.Rato.


Había avanzado la madrugada y, a pesar del desconocido acompañante, poco había variado la rutina que normalmente teníamos con los chicos en las poquísimas noches en que nos aventurábamos a las pistas de baile. Nos habíamos trasladado hasta el centro de la masa de gente, porque el lugar ya estaba colmado y en los laterales las personas circulaban constantemente, chocándote y pidiéndote que te corrieras. Habíamos formado una especie de círculo en el que nos movíamos todos enfrentados, porque aquello no podía llamarse bailar; seguíamos los acentos de la música y hacíamos mímica con los labios aunque no conociéramos las canciones. Esa era una época en donde todavía se pasaban canciones cantadas en las discos gay de la ciudad, por lo general eran versiones remixadas de los sonidos pop más de moda. Yo siempre aguardaba con bastantes ansias que tocaran alguno de los temas de Madonna, mi eterna referente artística, siempre en boga e indiscutida reina de las pistas desde mi adolescencia. Más adelante, con el paso de los años, ese ritmo house que tanto me gustaba fue reemplazado por otro electrónico, apenas compuesto por sonidos de sintetizadores y sin ninguna voz humana, que se fue tornando más y más extraño e ininteligible; pero ese es apenas mi gusto personal, que nada tiene que ver con el del resto del mundo, porque yo, siempre lo supe, nací con el alma de un viejo de ochenta años. Otra de las extrañezas de ese anciano en el cuerpo de un joven, era que, hasta hacía relativamente poco tiempo, nunca había consumido bebidas alcohólicas, quizá asustado por haber sido testigo durante mi niñez del errático camino de uno de mis tíos, que había ido dejando jirones de su existencia entre borracheras y bares de mala muerte. Sin embargo, aquello había cambiado durante mi estadía en Santiago, donde a mi amigo Juan Carlos, amante de los excelentes vinos de su país, le parecía un sacrilegio que no lo acompañara con una buena copa de tinto durante las cenas que compartíamos y, a base de insistencia y de sólidos argumentos, me convenció para que probara ese manjar chileno de renombre internacional. Poco a poco, le fui tomando el gusto a un buen cabernet sauvignon y hasta llegué a animarme a algún que otro pisco sour durante las escasas salidas santiaguinas. Por eso, aquella noche, ante la pregunta extrañada de J cuestionándome si solo bebería Coca Cola Diet, me hice el canchero y pedí una botella entera de un vino espumante de Chandón llamado O2, que era tan dulce, fresco y con tantas notas frutales, que no te dabas cuenta de todo lo que habías tomado, hasta que casi andabas arrastrado por el piso. El pobre Jey, ahora que lo pienso, se debe haber sentido bastante fuera de lugar entre esos seis argentinos medio alienados que se la pasaban lanzándose chicanas, matándose de risa de comentarios sarcásticos y donde ninguno se movía de ese círculo imperfecto formado por nuestros cuerpos, que de vez en cuando era roto por algún empujón dado por un apasionado bailarín cercano, que repelíamos de inmediato con fuerza directamente proporcional a la que lo había traído.

Recuerdo que comenzar a concurrir a lugares frecuentados por hombres homosexuales había sido un gran dilema para mí, que desde los ocho años había empezado mis estudios de teatro y que pretendía, entrado ya en la adolescencia, tener una larga carrera como actor y galán de cine y televisión. En aquella época —todavía ocurre en cierto modo—, ser reconocido como gay te cerraba muchas puertas en el hipócrita ambiente artístico, donde la regla era que todo debía ser hecho con sigilo y puertas adentro. Por esa razón, y porque gran parte del mundillo sabía quién yo era, no recuerdo haber hecho jamás demostraciones afectivas hacia ningún otro hombre durante mis salidas públicas. Es decir, nunca besos, abrazos, ni mucho menos toqueteos, en locales donde hubiera más personas. Todo, como dictaban las normas, debía ocurrir dentro de la privacidad de cuatro paredes. Tal comportamiento para mí era más que normal, aunque se restringía solo a mi persona, porque no me molestaban los acalorados apretones que se veían en las discos, principalmente cuando la velada iba acercándose a su fin. Mis amigos sabían de mi forma de pensar, por eso me resultó un poco extraño cuando Adrián se me acercó y, apretando los dientes, me increpó.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué hago con qué? —me sorprendí.

—Acá, bailando con nosotros.

—Como siempre... —contesté, tratando de comprender el punto.

—Justamente, como siempre. ¿No te das cuenta de que este chico está desesperado por agarrarte, por darte un beso?

Lo miré a J, que había estado casi toda la noche del otro lado del círculo, respetando la distancia que yo le imponía, aunque de vez en cuando nos sonreíamos con calidez o nos acercábamos para decirnos algo, pegando labios a orejas, tratando de hacernos oír por sobre el altísimo volumen de la música. Notó que lo observaba y volvió a mostrar esa fila radiante de dientes fluorescentes y ese brillo cautivante en sus ojos claros.

—¿Te parece? —le pregunté a mi amigo.

—¡Pero sí, idiota! —fue su respuesta contundente—. Ese bombón está muerto por vos. ¡Hacé algo!

Volví a contemplarlo, estudiándolo.

Suspiré.

Lo que Adrián me estaba diciendo parecía ser cierto y evidente. Pero, a esa altura, yo ya tenía un triple conflicto interno: por un lado, aquella manía del perfil bajo; por otro, la promesa personal de no involucrarme con nadie; y había un tercero, que en ese momento se había convertido en el más importante: mis amigos eran también amigos íntimos de quien por seis años había sido mi pareja y que sería, hasta hoy, uno de los dos amores más importantes de mi vida. Me moría de vergüenza por la sola idea de que me vieran besuqueándome con un extraño, porque la separación era relativamente reciente; pero, sobre todo, porque nunca me habían visto de esa manera con mi ex. Ni una sola vez durante todos los años en que estuvimos juntos. Máxima discreción en público, esa era mi premisa.

Jey volvió a sonreír de lado y levantó sus cejas. Cierta irreverencia escapaba de su rostro. Le devolví la sonrisa, aunque algo vacilante, ya que aún trataba de clarificar lo que debía hacer. Adrián me dio un codazo casi forzándome a que actuara. Traté de servir a mis amigos el poco vino que quedaba en la botella, pero ellos prefirieron seguir con sus propios tragos. Sin más remedio, vertí el líquido restante en mi vaso. Miré el envase vacío. Aquellos 750 CC. de vino rojo frizzante parecían haberse evaporado. Bebí todo de una sola vez.

—¡Ehhhh! —gritaron los chicos, conocedores de mi poca afección a la bebida.

Ante esto, J largó una carcajada.

—Es que no bebo nunca —me acerqué a explicarle.

—Sí, ya sé, me contó tu amigo Eduardo.

Busqué al traidor con los ojos entrecerrados, lovi negando con su cabeza de manera reprobatoria y mordiéndose el labio inferiorcon sarcasmo. J me preguntó si lo acompañaba hasta el baño, que quedaba mediapista adelante, detrás del escenario y de la cabina del DJ. Le dije que sí,pero permanecí inmóvil. Él se quedó mirándome, divertido, esperando a que loguiara hasta el lugar solicitado. Al querer dar el primer paso, me di cuenta deque algo en el piso fallaba. Respiré hondo, intenté buscar el ímpetu paratrasladarme. Entonces, sentí la piel suave de la mano de J tomando la mía. Lomiré un poco sorprendido por ese primer contacto. Enlazó sus dedos entre losmíos. Lo hizo con fuerza, buscando intimidad. Se adelantó rompiendo el círculoy caminando hacia cualquier lado. Nos perdimos en ese mar de humanidades.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now