Seis

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Me subí a un taxi. J me sonrió a través de la ventanilla, apoyó su mano derecha sobre ella y el auto arrancó. La imagen de su rostro, resplandeciente del otro lado del cristal, permaneció detenida en mi pensamiento como si se hubiese tratado de una fotografía que mi mente había tomado por voluntad propia. Habíamos caminado desde el café hasta la esquina en donde nos habíamos visto por primera vez, Florida y Diagonal Norte, ya que desde allí el camino era más corto hasta la casa de mi amigo, en Humberto Primo y Defensa, pleno corazón de San Telmo. Habíamos hecho las cuatro cuadras y media, usando algunos chistes para mantenernos en guardia. Aunque también se lo veía muy entusiasmado por nuestro futuro encuentro. Ya no miraba a los edificios. No lo vi distraerse ni una sola vez hacia el esplendor del microcentro porteño. Me contemplaba y sonreía con algo de pudor. Poco quedaba de aquella desfachatez con que me había abordado casi una hora antes. Nuestra charla parecía haberlo intimidado o tal vez había sido yo, mostrándome tan a la defensiva.

El auto pasó frente al Cabildo y bordeó la histórica Plaza de Mayo; luego dejó atrás la Casa Rosada y tomó Paseo Colón. Mientras tanto, yo repasaba cada instante de ese loco encuentro. Volví a ver sus ojos mirándome con atención desde el fondo de los vidrios de sus anteojos. Repasé sus sonrisas ladeadas, su timidez repentina. El instante en que le pidió al mozo que nos tomara una fotografía volvió fugaz, como un rayo. Sonreí. ¿Quién en su sano juicio hace eso? ¿Quién quiere conservar el recuerdo de un desconocido con el que apenas se ha conversado media hora? Entonces, me di cuenta de que en ningún momento había pretendido besarme ni tocarme, ni siquiera había deslizado una sutil insinuación sobre un encuentro de ningún otro tipo. Se había limitado a observarme y había lanzado una que otra frase con la que intentó llevar adelante uno de los flirteos más inocentes de los que había participado.

"Quiero volver a verte", había dicho. Así de simple. Casi como un ruego, casi como si se hubiese tratado de una urgencia.

¿Te gustaría volver a enamorarte?

"¿Qué estás haciendo?", me reproché.

"¿Qué diablos estás haciendo? ¿De verdad vas a ir por ese camino? ¿Otra vez? ¿Después de todo lo que pasaste en Chile? ¿Después de haberte jurado que precisabas un tiempo para recomponerte?"

"Son solo unas salidas", traté de convencerme.

"Y la verdad es que, quizá, nunca más vuelva a verlo."

El traqueteo del taxi, provocado por el empedrado de la calle, me indicó que ya habíamos tomado Humberto Primo, devolviéndome a la realidad desde el diálogo insano que mantenía internamente. Miré por el parabrisas hacia adelante y vi que apenas me quedaba una cuadra para alcanzar mi destino. Consulté el reloj taxímetro y busqué el dinero para pagar el viaje.

Toqué timbre y la voz de mi amigo Eduardo surgió metálica y estruendosa, por el portero eléctrico.

—¿Dónde te habías metido, nena?

—Abrime, dale —reí.

—Aguantame, que ahí bajo.

Miré hacia la vereda de enfrente, la iglesia de San Pedro Telmo se veía deslumbrante, con sus dos torres y su fachada colonial iluminadas. La idea de que a J le hubiese gustado verla pasó por mi mente.

"Basta, cortala. Disfrutá de tus amigos y olvidatede ese chico."

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresWhere stories live. Discover now