Dos

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Volví a desviar la mirada. Estaba seguro de que nunca había visto a ese chico. Fingí que buscaba algo en mi bolso. Lo observé de soslayo. No quería hacerlo, pero mis ojos parecían tener vida propia. Ladeó apenas su cabeza y dibujó una sonrisa cohibida. El resto de su cuerpo permanecía inmóvil. Llevaba puesto un gorro de lana rojo, anteojos recetados, campera inflable azul, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas. La piel de su rostro era muy blanca, como la de sus manos, que sostenían un trozo de papel que parecía ser un mapa. Sin dudas era un turista. Volvió a hacer un gesto con la cabeza, esta vez más manifiesto, inclinándola, como en un saludo. Luego, dio algunos pasos hacia adelante, dispuesto a cruzar la calle, quizás encorajado porque yo continuaba mirándolo. El tránsito lo detuvo. Volví a sentirme invadido por la inquietud. Cerré el bolso, giré y retomé mi caminata en la misma dirección que antes. Era más que claro lo que estaba ocurriendo, ya me había sucedido otras veces. Muchas veces. Sabía cómo acababan esas cosas: una charla rápida, una invitación a su departamento o cuarto de hotel o donde estuviera durmiendo, y en una hora y media, con mucha suerte, no lo volvería a ver por el resto de mi vida.

Aquello me había agotado.

Esos encuentros furtivos solo conseguían hacerme sentir mal. Sé que sonará cliché, frívolo o a telenovela barata, pero en ese momento de mi vida me acosaba la idea de que los tipos únicamente me querían para divertirse. Y yo buscaba otra cosa. Aunque ni siquiera era el momento indicado para esa "otra cosa". Venía de una historia retorcida y complicada, cuyo único modo de ponerle fin había sido abandonando el país en el que había vivido y trabajado todo el último año: Chile. Precisaba un descanso de todo, inclusive de los hombres.

Apuré un poco el paso y no volví a darme vuelta. Crucé Rivadavia a toda prisa y casi tropiezo con uno de los artesanos que solían apostarse en esa cuadra donde Florida pasa a llamarse Perú. Lo esquivé justo cuando estuve a punto de patearlo; el tipo acomodaba, agachado sobre una manta, las artesanías que ofrecía, igual que una veintena de otros vendedores ambulantes, dispuestos en fila en el centro de la calle peatonal.

—Perdón, no lo vi —me excusé.

No sé si me insultó o si aceptó mis disculpas. En ese instante, mi mente pensaba en que el mejor lugar para tomar un taxi, sin tener que dar muchas vueltas, era la Diagonal Sur, dos cuadras más adelante. Al detenerme frente al semáforo de Avenida de Mayo, ya casi me había olvidado del turista, cuando noté que alguien se detuvo sobre el cordón, justo a mi lado. Lo miré extrañado y vi que me saludaba.

—Oi.

Otra vez esos ojos azul turquesa escudriñándome a través de los cristales de los anteojos. Ahora a medio metro de mi cara. Era mucho más joven de lo que me había parecido.

"Dios mío, acabo de quedar como un idiota", pensé, sobrepasado por su osadía.

Observó el enorme bolso deportivo rojo y negro que cargaba en mi hombro.

—Está de férias? —preguntó.

—English? —respondí, al no entender lo que estaba diciendo.

—Si estás de vacaciones —repitió, en perfecto inglés.

—Ah... No. Bueno, sí. Más o menos.

"Mierda", pensé. Iba de mal en peor.

Rio ante lo caótico de mi respuesta.

—Yo también. Más o menos —bromeó.

Le devolví la sonrisa. En ese momento me dio la sensación de que estaba esperando a que acotara alguna cosa, porque se había quedado mirándome con cierta expectativa en los ojos y su sonrisa se había tornado un par de labios apretados.

—Parece que estás con prisa —observó.

—Más o menos, hay unos amigos esperándome para cenar.

Asintió. Miró a nuestro alrededor, alzando la vista hacia los frentes iluminados de los edificios sobre la avenida. Yo ojeé la luz verde, que ya me estaba dando vía libre para seguir camino.

—Lindo, eh —dijo.

—Sí, es muy lindo.

—Mi nombre es Joás.

—Yo soy Gaspar —extendí mi mano, que estrechó con cierta tosquedad—. Mucho gusto.

—El gusto es mío.

En realidad, usó la expresión "my pleasure", que siempre, en mi sucia cabeza, encontraba un doble sentido.

Otra vez, un silencio incómodo.

—Si no estuvieras apurado, te invitaría a hacer algo. Es mi primera vez en Buenos Aires, y no conozco nada de nada.

—¿Viniste solo?

—Con familia, pero tienen sus propios planes.

A pesar de su clara osadía, me pareció que estaba bastante nervioso, lo que me causó cierta empatía y algo de ternura. Volvió a sonreír al notar que lo observaba y que el semáforo estaba a punto de volver a cerrar y yo no me había movido de mi lugar.

—¿Tienes hora?

—Sete e media —respondió, consultando con premura el reloj de su muñeca.

—¿Brasileiro? —pregunté, usando una de las pocas palabras en portugués que había aprendido durante algunas vacaciones en el país vecino.

—Sou. Fala português, então?

Negué con la cabeza, avergonzado por el intento provinciano.

—Español o inglés, solamente.

—OK, inglés —volvió al único idioma que ambos manejábamos—. Leí que aquí, en Argentina, se cena muy tarde, por lo que supongo que, quizá, podrías dedicarle un poquito de tu tiempo a este perdido visitante que le encantaría una breve charla y un rico café porteño.

"Eso es nuevo", pensé, algo descolocado.

Hizo una mueca con el rostro, que pretendía ser una mezcla de súplica con un intento muy exagerado por provocarme compasión. Ante mi silencio, intentó un nuevo gesto ladeando un poco la cabeza, invitándome a que lo acompañara. Como yo continuaba tratando de decidir lo que debía hacer, insistió con un guiño de ojo y juntó sus manos en posición de rezo.

—No me hagas rogar —rio.

—Está bien. Un café. Cortito, porque me van a matar si me demoro.

Los ojos le brillaron de una manera muyespecial y sus dientes blancos, alineados a la perfección, volvieron aaparecerle en la boca.

LA ETERNIDAD DE UN AMOR EFÍMERO - Buenos AiresOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz