• Baudelaire

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En concordancia con la tesitura de su normalidad poco escucha del exterior o del interior. Cae sentado y rendido en un rincón, ya cansado de los días pasados es detenido por una onda pesada que empuja todo su cuerpo y que lo obliga a detenerse. Queda inmóvil, respira hondo y mantiene el silencio, mira a lo lejos. Lo golpea inevitablemente el recuerdo.

Un leve polvo pasa frente a sus ojos, casi completamente gris, casi líquido pero desunido. Cae fácilmente al piso, como si a allí perteneciera, como si estuviera hecho de una sustancia muy fácil de derrotar, pierde lucidez, pierde su forma, se deshace. Se extiende a su paso un leve olor a humedad, mojoso como vapor o como un tenue rocío, aveces tal vez como nieve fría si es expuesto a las crueles y bajas temperaturas del exterior. Jura que puede olerla, es cambiante, aveces como una fragancia química, fabricada por obligación pero dulce, como una suave dosis de canela, aveces acre, como si muriera lentamente su fuente de origen, fácil de mitigar, no duradera, no resistente al ataque de otras sustancias, tristemente efímera. Lo que sea que lo rodea llega hasta su boca. Aitor percibe rápidamente una sazón agridulce, casi perfectamente dual, aveces empalagosa, permanente, persistente, resistente al paso del tiempo, al encuentro de otros sabores, pero también a ratos terriblemente amarga, circunstancial pero agria, áspera, como si saliera a flote su peor versión. Cuando pasa, lo dulce regresa para radicarse y quedarse en su boca y no irse nunca jamás.

Como nunca antes la escucha. Un suspiro, eso es, uno de rendición. Un llanto silencioso. Es también una leve melodía pero compleja, triste, lenta como una canción de amor, profundamente indescifrable, con letra confusa, compuesta de extrañas palabras, difíciles de entender y de memorizar, con gran volumen, algo larga, nostálgica, suena al compás de interminables instrumentos, clásica, balada, tonadilla, copla, estribillo. Aumenta en magnitud, en profundidad, en velocidad pero también en tristeza. Transporta, como toda canción memorable. Termina por golpearlo una ráfaga fría de viento, lo sorprende, lo hace despertar, tiembla ante su tacto y al retorcerse lo consuela, se torna cálida, lo rodea, cubre sus bordes, lo protege, lo blinda del exterior. Es suave, abrasadora, afectiva, no es brusca ni sofocante, solo arrulla y calma, es esencialmente tibia. Es un escudo, es un abrazo.

Aitor parece caer de nuevo a la realidad. Se sacude en sí mismo despertando de aquel transe. Saca un cigarrillo de su abrigo, lo deja entre sus labios y lo enciende. Da una calada o dos y el humo empieza a rondar el ambiente. De nuevo su vista es usada como vehículo del recuerdo como el sentido que más la percibió aunque también más la ignoró.

Entre el humo el polvo regresa y se transmuta en diferentes formas. En palabras, un grupo de diversas e infinitas palabras regadas por doquier entre las nubes, flotando, son demasiadas para ser leídas y muy complejas para ser pronunciadas o comprendidas. El polvo es también un vencejo de tez negra incapaz de volar. Una lluvia ligera, gotas de agua que caen sin tocar fondo. Una luna menguante, girasoles pero tristemente marchitos, luces que parpadean intermitentemente hasta que finalmente se apagan. Por fin, aparecen sus facciones, las mismas que él no identifica y que le parecieron en su momento terriblemente comunes, unos ojos pequeños, unos párpados caídos y tristes, unas cejas gruesas, grandes mejillas, labios carnosos, largas pestañas y largo también un cabello profundamente negro y rebelde. Es Nya a quién ve frente a él, proyectada en el aire, levitando en sus diversas formas frente a un cielo estrellado. Aún así no la reconoce.

Aitor regresa. Nada ve, huele, saborea, escucha o toca. Nada es. Él también está vacío, perdido, sin rumbo. Es un lisiado de la vida, imperceptible a lo inefable, imprevisto y desconocido que es ella.

Microcosmos; ftsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora