❝Fe y esperanza a un Dios❞

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Desperté sintiendo que mi cabeza explotaría en cualquier momento. Me levanté con dificultad de la cama, el cuerpo entero me dolía como si me hubieran golpeado hasta el cansancio. Observé todo a mi alrededor, tratando de recordar donde estaba y como es que había llegado ahí.

¿Qué está pasando?

De repente, empecé a sentirme nervioso y tenso, creo que también comencé a sudar frío.

Toc, toc, toc.

Escuché que llamaron la puerta, pero el sonido era lento y pausado, como si quien estuviera detrás, intentara ser cuidadoso.

—¿Quién es? —pregunté en un débil susurro.

—Tenko-kun, ¿estás despierto? —llamó una vez más.

Sin pedir permiso, entró.

Lo observé de los pies a la cabeza. Algo me decía que lo había visto. El mismo cabello verdoso y alborotado, los ojos tan brillantes como una esmeralda que alguna señora pretenciosa llevaría sobre su cuello (que, por cierto, carecían de ese brillo y estaban hinchados, como si hubiera estado llorando por mucho tiempo) y las bonitas pequitas. Ya había estado ahí, pero no lo recordaba.

—Qué bueno que despertaste —dijo mientras se abrazaba a sí mismo—. Estaba preocupado. Llevabas casi un día inconsciente.

Y como si esa oración se tratase de un hechizo, todo lo que hice durante esos días vino a mi mente como un huracán en las mareas del sur. Los gritos de mi padre, los truenos y el sonido de mi andar en los charcos del lodo, Mon-chan ladrando y aullando, la risa de Izuku... Todo eso llegó tan de repente que el dolor de cabeza no hizo más que empeorar. Apreté la mandíbula y cerré los ojos con fuerza.

—Tenko-kun, por favor, dime que te sucede —rogó, con esa mirada que te decía que en cualquier momento se echaría a llorar.

—No sucede nada, tranquilo —respondí con suavidad.

Noté que mi voz salía despacio y pausada, como si me costara hablar. Aunque en realidad, siempre era así. Mi voz todo el tiempo se encontraba guardada en lo más profundo de mi ser, y cuando quería salir, avanzaba con miedo de estropear algo y volver a ser encerrada.

Izuku se acercó hasta el escritorio para tomar un pequeño vaso de vidrio con agua, se sentó al filo del colchón y me lo ofreció. Lo tomé con las manos temblando. Era como si de nuevo me hubiera encontrado, como si aquello lo hubiera hecho una y otra vez, pero sin lograr hacerse costumbre, sin embargo, existía cierta calidez en cada respirar que podía atreverme a pensar en quererlo hacer un sinfín de veces.

—Apuesto a que tienes hambre —dijo mientras se levantaba y caminó hasta la ventana para recorrer las cortinas de encaje y dejar entrar los rayos matutinos a través del cristal—. Te prepararé algo, ¿sí? —terminó con una sonrisa.

Antes de que saliera, me paré con rapidez para tomar su muñeca con fuerza. Suspiré ese aroma a vainilla.

—Y-yo... —titubeé y dejé que las lágrimas se deslizaran por mis mejillas—. No lo entiendo... Por más que trato, sigo sin saber por qué.

Sin soltarlo, recargué mi frente en su hombro. Él era más pequeño y casi tan delgado como yo.

—¿Q-quién eres...? —espeté, aferrándome a su camisa—. Y-yo... Y-yo... Dios... ¿él te envió? —inquirí con desesperación, buscando sus ojos de desconcierto.

—¿A qué te refieres? —cuestionó, sujetando mis delgadas muñecas con delicadeza. Seguramente mis palabras carecían de sentido, pero qué más daba. Solo necesitaba saber.

—Dios siempre me ha castigado, pero ahora es diferente —confesé con timidez, arrepintiéndome al instante de haber abierto la boca, pero sin poder evitarlo, continué: —Parece que esta vez él se apiadó de mí y te puso en mi camino. No encuentro otra explicación al hecho de que cuando abro los ojos, estás ahí, como si me estuvieras esperando toda la vida —sollocé y deshaciéndome de su agarre, lo abracé como se abraza a alguien que no has visto por mucho tiempo. Lo abracé tan fuerte como si le dijera al creador que no dejaría que me lo arrebatara. Mi oído estaba a la altura de su pecho y podía escuchar como su agitado corazón respondía a mis lamentos—. Por favor, dime que es verdad —supliqué, sin mirarlo a los ojos.

—No lo sé —contestó y adiviné que él también buscaba la misma respuesta a nuestro sentir—. Pero si así fue, no sabe cuán agradecido estoy. Aunque no podría saberlo realmente, es seguro que no podría vivir con la angustia de que vagabas por el mundo con esa tristeza.

—¿Crees que esté bien?

—Mamá solía decir que debemos aferrarnos a algo antes de irnos por la borda —susurró—, a veces, la esperanza es lo último que nos queda.

Quise creer en cada una de sus palabras, quizá sí lo hice. Era lo único que podía hacer.

Recostado sobre su regazo, me pregunté si sería iluso depositar mi fe y esperanza a un Dios que no conocía. Tal vez él también podía mentir en medio de tanta oscuridad.

Buena suerte, Tenko | shigadekuTempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang