CAPÍTULO 3: EL MAESTRO DE LA ESCUELA DE LINDSAY

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Un mes más tarde, Eric Marshall salía una tarde de la vieja escuela pintada con cal y cerraba la puerta con llave. La puerta aparecía labrada por numerosas iniciales y constaba de dos planchas de madera, teniendo en cuenta los golpes y asaltos que estaba destinada a padecer. Los alumnos de Eric se habían ido a su casa una hora antes, pero él se quedó a
resolver algunos problemas de álgebra y a corregir otros ejercicios de latín para sus estudiantes más adelantados. El sol se sesgaba en finas líneas tibias y amarillas a través de la espesura de los arces por el oeste del edificio y el aire fresco bajo las enramadas hacía reventar los botones dorados. Dos ovejas pastaban en un lejano extremo del campo; el cencerro de una vaca tintineaba débilmente en algún lugar del bosque de arces produciendo un efecto musical en el quieto ambiente cristalino que a pesar de ser suave se revestía del toque austero propio de la primavera canadiense. En aquel momento, el mundo entero parecía haber caído en una ensoñación sin temores. La escena era serena y pastoril, casi en un exceso de tal medida, según consideró.el joven encogiendo los hombros mientras se detenía sobre los desgastados escalones y echaba una mirada en torno. Pensó cómo podría pasar un mes entero allí. «Papá se reiría de mí si supiera que ya me tiene enfermo este ambiente —siguió
pensando, mientras atravesaba el patio de juegos en dirección al camino rojo que pasaba frente a la escuela—. Bueno, de todos modos ya ha pasado una semana. Me he ganado el sustento por espacio de cinco días completos y esto es algo que jamás pude decir antes, en mis veinticuatro años de existencia. Es un pensamiento feliz. Pero enseñar en una escuela del distrito de Lindsay no tiene nada de feliz… al menos en una escuela que se sabe comportar tan bien, donde los alumnos son tan buenos que ni siquiera obtengo el tradicional estímulo que significa luchar con el chico travieso. En esta institución escolar de Lindsay todo parece marchar con la regularidad de un reloj. Seguramente debe asignarse a Larry el mérito de semejante organización. Es como si yo no fuera más que una ruedita metida en una gran máquina perfecta que camina sola. Sin embargo, entiendo que hay varios alumnos que todavía no han venido a la escuela y quienes, de acuerdo con mis informes, no se han encontrado todavía con el que los ponga en vereda. Puede que esos chicos vengan a hacer las cosas más interesantes. También unas cuantas composiciones más del estilo de las de John Reid echarían algún condimento a mi vida profesional». La risa de Eric despertó algunos ecos sobre la falda de la colina en el momento en
que tomaba el camino descendente. Había ofrecido a sus alumnos del cuarto grado la elección de los temas para la composición de esa mañana y John Reid, un pequeño bribón, muy serio, sin el más mínimo sentido del humor, había escogido bajo la sugestión secreta de su travieso compañero de banco, el tema del «Galanteo». Su primera frase al abrir la composición, obligó a Eric durante todo el día a hacer un esfuerzo para no reírse delante de los alumnos. Y decía:
«El galanteo es una cosa muy agradable, con la cual la gente suele irse demasiado lejos».
Las colinas distantes y las boscosas tierras altas parecían trémulas y etéreas tras la delicada niebla primaveral. Los jóvenes arces con su ropaje de hojas verdes, se apiñaban sobre el borde mismo del camino a cada lado, pero más allá de ellos se veían campos esmeralda horneándose al sol, sobre los cuales nubes de sombras se tendían, se ensanchaban y desaparecían. Allá abajo el océano azul dormitaba, suspirando en medio de sus sueños con el murmullo que se prende para siempre de los oídos de aquellos cuya buena fortuna es haber nacido en lugares cercanos a él.
De vez en cuando Eric se encontraba con algún mozo imberbe de camisa estrecha
y a caballo con las piernas desnudas, o con algún granjero de rostro curtido, en su
coche, quien movía la cabeza y exclamaba alegremente.
—¡Buenas, maestro!
Se cruzó con él una muchachita con el rostro oval y rosado, las mejillas con
hoyuelos y los hermosos ojos oscuros llenos de maliciosa coquetería. Lo miró como si no tuviera inconveniente en trabar una relación más amistosa con el nuevo maestro.
A mitad de camino, Eric encontró un viejo y vacilante caballo gris que tiraba de
un carro que sin duda había conocido mejores días. Lo conducía una mujer, una de esas criaturas de piel amarillenta que jamás han sentido una emoción feliz en toda su vida. Detuvo al pobre caballo e hizo una seña con el mango de un paraguas raído y antiquísimo, para que el joven se acercara.
—Supongo que usted es el nuevo maestro, ¿no es cierto?
Eric admitió que lo era.
—Bueno, me alegro de verlo —dijo entonces la mujer ofreciéndole una mano
metida en un guante que en cierta época debió haber sido negro.
—Sentí mucho que el señor West se fuese porque realmente era un buen maestro
y una criatura inofensiva y sin maldad, si es que alguna vez la hubo en este mundo.
Pero cada vez que lo veía le decía yo que se estaba consumiendo, si es que algún
hombre se ha estado consumiendo alguna vez. «Usted» parece tener buena salud…,
aunque una no puede asegurar nunca nada por las apariencias. Yo tuve un hermano que tenía su mismo físico, pero murió en un accidente ferroviario en el oeste cuando todavía era muy joven.
La mujer hizo una pausa.
—Tengo un muchacho que pienso mandar a la escuela la semana que viene. Debió haber ido esta semana, pero tuve que hacerlo quedar en casa para que me
ayudara. Su padre no quiere trabajar, no trabaja y no hay quien lo haga trabajar.
—Sandy… su nombre completo es Edward Alexander porque los dos nombres
corresponden a sus dos abuelos… Sandy odia la idea de ir a la escuela y siempre ha
sido así. Pero tendrá que ir porque estoy decidida a que le metan las lecciones en la cabeza aunque sea a martillazos. Supongo que usted va a tener dificultades con el chico, maestro, porque es más bruto que un burro y tan obstinado como la mula de Salomón. Pero acuérdese de esto, maestro, yo le voy a respaldar. Dele unas buenas a Sandy cada vez que lo necesite y mándeme unas líneas escritas en el cuaderno para que yo le dé otra buena dosis. Hay gente que siempre se pone del lado de los chicos cuando tienen alguna cuestión en la escuela, pero yo no soy de ésas y nunca lo he sido. Usted puede confiar en Rebeca Reid, maestro.
—Gracias, estoy seguro de que es así, señora —dijo Eric en su tono más cortés.
Mantuvo con un esfuerzo su rostro sereno hasta que la señora Reid se hubo ido
con el corazón consolado «hasta el punto en que ese corazón podía sentirse
consolado». Aquella mujer había sido endurecida por tantos años de pobreza y
trabajo rudo y por un marido que no quería trabajar y que nadie podía hacer trabajar y
ya casi no era un ser humano para la vida de relación social.
La señora Reid pensó que aquel joven era muy agradable.
Eric conocía ya a la mayoría de la gente de Lindsay de vista; pero al pie mismo de
la colina se encontró con dos personas, un hombre y un muchacho, a quienes no había visto. Iban sentados en un coche antiguo y gastado y en aquel momento dejaban beber al caballo en el arroyo, el cual hacía gargarismos con sus aguas límpidas bajo el puente de tablas.
Eric los contempló con alguna curiosidad. No tenían en absoluto el aspecto
común de los vecinos de la región. Particularmente el muchacho tenía apariencia de ser extranjero a pesar de su camisa de carranclán y sus pantalones de tela casera, prendas que parecían la norma de uso para los mozos de Lindsay en sus días de trabajo granjero. Tenía un físico delgado y flexible, de hombros caídos y un cuello no menos delgado y moreno que emergía de la pechera abierta de la camisa. La cabeza cubierta de pelo espeso, oscuro, sedoso y rizado; la mano que pendía por fuera del coche era extrañamente alargada y elegante. El rostro rico en facciones, aunque de
rasgos pesados y la piel de tono oliva, salvo en las mejillas que se mostraban carmesí violento. La boca roja y dibujada como la de una muchacha y los ojos grandes,negros y atrevidos.
En resumen, era un muchacho buen mozo estrictamente considerado, pero la
expresión era sombría y en cierto modo le sugirió a Eric la impresión de una criatura
sinuosa, felina, que estuviera aprovechando los rayos del sol con graciosa indolencia, pero siempre lista para el salto inesperado.
El otro ocupante del coche era un hombre entre sesenta y cinco y setenta años,
con el pelo gris, una barba también gris y plena, un rostro de duras facciones y ojos
profundos y rasgados con destellos pardos. Evidentemente era alto, de figura
desgarbada y estrecha y hombres huesudos. La boca, de labios apretados e
implacables, daba la impresión de no haber sonreído nunca. Evidentemente, la idea de la sonrisa no podía ser asociada con aquel hombre; resultaba absolutamente incongruente. No obstante, en su apariencia no había nada repelente y antes bien, mostraba alguna característica misteriosa que atrajo la atención de Eric. El joven estaba orgulloso de sus condiciones psicológicas de fisonomista y estuvo seguro de que aquel individuo no era un granjero de los comunes en Lindsay, del tipo gárrulo tan familiar. Mucho después que el coche con aquella pareja tan dispar se hubo alejado en la ascensión de la colina, Eric se sorprendió a sí mismo pensando en el hombre de aire severo y en el muchacho de ojos negros y labios rojos.

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now