CAPÍTULO 13: JAMÁS HUBO UNA MUJER MÁS DULCE

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Desde entonces Eric Marshall fue una visita constante en casa de los Gordon. Pronto fue el favorito del tío Thomas y de la tía Janet y particularmente de esta última. A él le gustaron los dos, descubriendo bajo la capa de sequedad y rareza que todos los vecinos les atribuían, grandes valores morales y una exquisita fineza de temperamento. Thomas Gordon resulto ser sorprendentemente culto y era capaz de reducir a polvo cualquier argumento de los de Eric una vez que entraba en el entusiasmo necesario de la conversación. Eric apenas pudo reconocerlo la primera vez que lo vio de tal talante. Su silueta generalmente encorvada, erguida; sus profundos ojos lanzando chispas; su voz sonando como una trompeta. Emitía un torrente de elocuencia que barría los argumentos modernos de Eric como si se tratara de briznas arrastradas por el aluvión de las montañas. Eric gozaba enormemente de su propia derrota, pero Thomas Gordon solía avergonzarse posteriormente de haberse dejado sacar de su modo habitual y al principio, quedaba muy lacónico por varios días, limitándose a contestar a las observaciones del joven con un «sí» o un «no» o, a lo más, con un breve discurso que terminaba por referirse al estado del tiempo. Janet jamás hablaba de los temas de la religión y la política; consideraba que esas cosas estaban alejadas de la comprensión femenina. Pero la verdad es que escuchaba con profundo interés en sus ojos cuando Eric y Thomas se acosaban mutuamente con hechos, con estadísticas y con opiniones y en las raras ocasiones en que Eric lograba afirmarse en un punto de la discusión, se permitía a sí misma una pequeña sonrisa a expensas de su hermano. Eric vio muy escasamente a Neil. El muchacho gitano lo evitaba y si se cruzaban, el chico seguía su camino con aire atormentado y los ojos bajos. El joven maestro no se preocupaba en absoluto del otro; pero Thomas Gordon, comprendiendo los motivos que habían impulsado a Neil a traicionar su descubrimiento en el huerto, serenamente indico a Kilmeny que no debía tratar en el futuro a Neil como a un igual.
—Tú has sido demasiado bondadosa con ese mozo, niña, y él se ha llegado a
sentir muy presuntuoso. Es necesario que aprenda a conocer su lugar. Comienzo a desconfiar que hemos hecho por él más de lo que se merece.
Pero la mayor parte de las horas de idilio en el cortejo que hacía Eric transcurrían
en el huerto; la parte que correspondía al jardín, estaba ahora florecida por completo: rosas rojas como el corazón del sol en el poniente, rosas rosas como el sol en la aurora temprana, rosas blancas como la nieve en los picos de las montañas, rosas abiertas y rosas en capullo que eran más dulces que cualquier otro objeto del mundo, excepto el rostro de Kilmeny. Los pétalos formaban montoncitos sedosos a lo largo
de los senderos o quedaban sobre los pastos altos, entre los cuales Eric se tendía y soñaba, mientras Kilmeny tocaba el violín para él.
Eric le prometió que cuando fuera su esposa, sus condiciones excepcionales para la música serían cultivadas al máximo. Su facultad de expresión parecía
profundizarse y desarrollarse cada día, aumentando su ámbito a medida que lo mismo hacía su alma, tomando nuevos colores y riquezas de su corazón.
Para Eric todos aquellos días fueron como páginas de un inspirado idilio. Nunca
se había imaginado que el amor podía ser tan poderoso ni el mundo tan maravilloso.
Se preguntaba si el universo sería lo suficientemente grande para albergar su regocijo o si la eternidad no resultaría breve para vivirlo. En aquellos días, toda su existencia consistía en el pensamiento de ir hacia aquel huerto para cortejar a su amada. Todas sus otras ambiciones, sus planes, sus esperanzas, fueron echadas a un lado para poder realizar aquel sueño maravilloso, cuyo logro aumentaría la intensidad de los otros, mil veces. Pero en aquel momento su mundo parecía estar muy lejos y las cosas que contenía ese mundo que había sido tan suyo, olvidadas.
Su padre, al enterarse de que había aceptado seguir en Lindsay por un año más, le había escrito una carta tiesa, donde mostraba su sorpresa y le preguntaba finalmente si se había vuelto demente.
¿O es que hay una muchacha de por medio? —Escribía—. Pienso que
tiene que haberla para que hayas atado tu vida por un año más a un sitio como
Lindsay. Ten cuidado, maestro Eric, porque has sido muy sensible toda tu
vida. Un hombre está en condiciones de hacer el tonto por lo menos una vez
en su vida, y como eso no te había ocurrido a ti hasta el momento, pienso que
te puede estar atacando ahora.
David también escribió, exponiendo de manera más grave el problema. Pero no
declaró las sospechas que Eric sabía que debía estar alentando.
—¡El bueno de David! Está temblando de miedo por si me he metido en algo que
él no pueda aprobar, pero no es capaz en cambio de forzarme a que tenga una
confidencia con él.
Ya no fue un secreto en Lindsay que «el maestro» se dirigía todas las tardes a la
casa de los Gordon con propósitos románticos. La señora Williamson supo guardar el secreto que compartía con Eric; los Gordon por su parte no dijeron nada; pero el secreto se filtró y grande fue la sorpresa y numerosas las habladurías y las preguntas.
Uno o dos incautos vecinos se animaron a expresar su opinión con respecto a la
«prudencia» del maestro, delante del mismo maestro, pero jamás repitieron el
experimento. La curiosidad fue enorme. Circularon cien historias acerca de Kilmeny, que a su vez se fueron diversificando con la transmisión oral. Las cabezas prudentes se meneaban y la mayoría opinó que era una verdadera lástima lo que ocurría. El maestro era un joven bien visto en la comunidad; podía haber hecho su elección en cualquiera de las otras casas; era una mala suerte para él que hubiese ido a escoger aquella sobrina extraña y muda de los Gordon, que había sido educada con un sistema
tan alejado de lo natural y espontáneo. Pero no podía preverse nunca hacia dónde iba a saltar un joven cuando se trataba de elegir esposa. Suponían que a Neil Gordon no le gustaba mucho el asunto. Estaba de muy mal talante en los últimos tiempos y ya no quiso volver a cantar en el coro de la iglesia. Así era como corría el zumbido de los chismes y comentarios.
Para los dos jóvenes que se encontraban en el huerto, todo aquello no tenía la
menor importancia. Kilmeny no tenía la menor idea de lo que era el comentario de la gente con respecto a sus vecinos. Para ella Lindsay era una población tan
desconocida como la misma ciudad de donde había llegado Eric. Sus pensamientos se elevaban a gran altura en el ámbito de la imaginación, pero no se detenía en los pequeños detalles reales que conformaban la extraña vida exterior. En su pequeño mundo había florecido, como un pimpollo único y maravilloso.
Hubo oportunidades en que Eric lamentó tener que llegar al día en que la
arrancara de aquella soledad para introducirla en un mundo, que en último análisis, no era más que Lindsay transportado a una escala mayor, con la misma malicia en el pensamiento, en el sentimiento y en las opiniones. Deseó poderla reservar oculta para él solo, en aquel viejo huerto rodeado de bosques pinosos donde las rosas crecían
espontáneamente.
Un día se dejó llevar por el capricho que había imaginado cuando Kilmeny le
confiara que se suponía muy fea. Fue a ver a Janet y le pidió autorización para llevar
un espejo a la casa, ya que consideraba que se merecía el privilegio de revelar a
Kilmeny su propia apariencia. Janet dudó al principio.
—No ha habido un objeto semejante en la casa por espacio de dieciséis años,
maestro. Y antes no había más que tres…, uno en la habitación de huéspedes, uno
muy pequeño en la cocina y el que estaba en el dormitorio de Margaret. Ella los
rompió a los tres el mismo día en que pensó que Kilmeny habría de ser bonita.
Supongo que debí haber comprado uno después que ella murió. Pero no pensé en eso y no creo que haya necesidad de que las muchachas se estén mirando constantemente ante el espejo.
Pero Eric rogó y arguyó hábilmente, hasta que por fin Janet dijo:
—Bueno, bueno, hágase el gusto. Creo que de todos modos Kilmeny tendría un
espejo. Usted es un hombre de esos que siempre terminan por hacer lo que se
proponen. Pero eso es distinto a ser como los hombres que «hacen lo que quieren»…
y esto es de agradecer a la suerte —añadió para sí.
Eric fue a la ciudad el próximo sábado y compró un espejo a su gusto. Lo hizo
despachar a Radnor y Thomas Gordon lo llevó a la casa sin saber de qué se trataba,
porque Janet había decidido que era mejor que no se enterara hasta último momento.
—Es un regalo que el maestro le quiere hacer a Kilmeny —le explicó.
Janet envió a Kilmeny al huerto después del té y Eric, dando un rodeo por el
camino principal y en torno a la casa, se deslizó dentro de ella. Entre él y Janet
desempacaron el espejo y lo colgaron en la sala.
—Nunca he visto un espejo tan grande como éste, maestro —comentó Janet con
aire de duda, como si después de todo le disgustara su brillo y su profundidad
perlada, así como el marco ricamente ornamentado—. Espero que no la haga
vanidosa. Es realmente muy bonita, pero puede que no le haga ningún bien el saberlo.
—No le hará ningún daño —le dijo Eric lleno de confianza—. Si el pensamiento
de ser fea no la ha hecho mala, la certeza de ser hermosa no la hará mala tampoco.
Pero Janet no entendía de epigramas. Cuidadosamente quitó un poquito de polvo que había sobre la pulida superficie y frunció el ceño meditativa ante la imagen nada hermosa que le devolvía el espejo.
—No puedo suponer qué es lo que le ha hecho pensar a Kilmeny que es fea,
maestro.
—Su madre le dijo que lo era —respondió Eric muy amargado.
—¡Ah! —exclamó Janet lanzando una rápida mirada al retrato sobre la repisa de
la chimenea—. ¿Fue eso? Margaret era una muchacha extraña, maestro. Supongo que habrá pensado que su propia belleza era su perdición. Ella «era» hermosa. Ese retrato no le hace justicia, nunca me gustó. Fue tomado antes de que se… antes de que conociera a Ronald Fraser. A ninguno de nosotros le pareció que estaba bien. ¡Pero, maestro! ¡Tres años más tarde se le parecía! ¡Entonces sí estaba parecida al retrato!
Esa misma mirada apareció en su rostro.
—Kilmeny no se parece a la madre —observó Eric, mirando al retrato con la
misma mezcla de fascinación y disgusto con que siempre lo contemplaba—. ¡Se
parece a su padre!
—No, no mucho, aunque parte de su modalidad es la de él. Kilmeny se parece a
la abuela… a la madre de Margaret, maestro. Su nombre era Kilmeny también y era una mujer muy dulce y muy hermosa. Yo quise mucho a mi madrastra, maestro.
Cuando murió me confió a su nenita y me pidió que fuera como una madre con ella.
¡Ah! Yo traté de serlo. Pero no pude apartar el dolor de la vida de Margaret y algunas veces pienso que no seré capaz de apartarlo del camino de Kilmeny tampoco.
—Ésa será mi tarea —dijo Eric.
—Usted hará lo mejor que pueda, no me cabe la menor duda. Pero tal vez tenga
que ser que el dolor le llegue a través de usted mismo, después de todo.
—No será a través de ninguna falta miá, señorita Janet.
—No, no digo que vaya a tener usted la culpa, pero mi corazón me trae malos
presentimientos algunas veces. ¡Oh! Estoy segura de que no soy más que una vieja
tonta, maestro. Vaya usted y traiga a su moza para que se contemple ante este juguete. Por mi parte no pienso venir a entrometerme en los gustos de ustedes dos.
Janet se retiró a la cocina y Eric fue en busca de Kilmeny. No estaba en el huerto
y pasó un buen rato antes de que pudiera encontrarla. Estaba de pie bajo una haya
más allá del huerto, apoyada en la extensa cerca, con las manos apretadas contra las
mejillas. En las manos tenía una azucena blanca del huerto. No fue corriendo al
encuentro, mientras él cruzaba el sendero, como habría hecho en otras ocasiones.
Esperó inmóvil a que Eric se acercara. El joven, mitad sonriente y mitad tierno,
comenzó a recitar los versos de la balada que llevaba su nombre.

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now