CAPÍTULO 15: UN ANTIGUO Y DESGRACIADO SUCESO

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Al día siguiente Eric acosó a Kilmeny otra vez, renovando sus súplicas, pero en vano. Nada podía decir, con ningún argumento lograba un avance, era imposible
conmover su triste determinación. Cuando se hubo convencido plenamente que nada podía hacer, se fue desesperado a consultar a Janet Gordon. Janet escuchó sus explicaciones con evidente expresión de pesar y decepción en el rostro. Y cuando Eric hubo terminado de hablar, meneó la cabeza.
—Lo siento mucho, maestro. No puedo decirle en qué medida lo lamento. Había
esperado algo muy diferente. ¡Esperanza! ¡He volcado mis oraciones en «eso»! Thomas y yo nos estamos poniendo viejos y me ha estado pesando sobre la conciencia desde hace muchos años el pensamiento de qué es lo que será de Kilmeny cuando nosotros dos nos hayamos ido. Desde que usted llegó, tuve la esperanza de que la niña encontrara un protector en su cariño… Pero si Kilmeny le ha dicho que no se va a casar con usted, tenga la más absoluta seguridad de que se propone mantener su palabra.
—¡Pero es que ella me quiere! —exclamó el joven—. Y si usted y su tío le hablan… la urgen… la presionan… tal vez puedan influir sobre su determinación…
—No, maestro, sería completamente inútil. ¡Oh! Nosotros podríamos hacerlo, por
cierto, pero no llegaríamos a nada. Kilmeny es tan resuelta como lo era su madre una vez que se ha decidido a algo. Siempre ha sido buena y obediente en general, pero en una o dos oportunidades hemos podido comprobar que no es posible moverla cuando ha resuelto definitivamente sobre algún punto. Cuando murió la mamá, Thomas y yo quisimos llevarla a la iglesia, pero no pudimos obligarla. En aquel entonces no supimos por qué, pero ahora supongo que será porque suponía que era muy fea. Y es a causa de que ella piensa mucho en usted y en su porvenir, que no quiere casarse con usted. Teme que llegue a arrepentirse de haberse casado con una muchacha muda. Tal vez en el fondo ella tenga razón…, después de todo.
—No puedo renunciar a ella —declaró Eric obstinadamente—. Algo tengo que hacer. Tal vez pudiera tener remedio todavía su defecto. ¿No ha pensado nunca en esa
posibilidad? ¿Nunca la han hecho examinar por un buen médico especialista?
—No, maestro, nunca la hemos llevado a ningún médico de ésos. Al principio,
cuando comenzamos a temer que nunca pudiera hablar, Thomas quiso llevarla a Charlottetown para hacerla ver. Pensaba mucho en la chiquilla y sentía terriblemente lo que le ocurría. Pero la madre no quiso ni oír hablar del asunto. No había forma de discutir con ella. Margaret dijo que era desde todo punto de vista inútil… que era «su» pecado el que había recaído sobre la niña y que jamás nadie podría quitarle su defecto.
—¿Y ustedes cedieron humildemente ante semejante capricho mórbido? —
preguntó Eric, impaciente.
—Maestro, usted no conoció a mi hermana. «Teníamos» que ceder…, nadie podía ni era capaz de poder sostenerse en contra de su opinión y sus dictados. Era una mujer extraña… y una mujer terrible en muchos aspectos… después de su desgracia.
Teníamos miedo de contradecirla porque pensábamos que podía hasta trastornarse.
—Pero… ¿no podían ustedes haber llevado a Kilmeny a un médico sin que la
madre se enterara?
—No, eso no era posible. Margaret no permitía que la chica saliera de su vista, ni
siquiera cuando la niña fue más grande. Además, para decirle a usted toda la verdad, maestro, nosotros mismos no creíamos que pudiera ser de alguna utilidad el intentar  la cura de Kilmeny. Era un «pecado» lo que la había hecho ser como era.
—Tía Janet, ¿cómo es posible que usted también pueda decir semejante tontería?
¿Adónde había un pecado? Su hermana entendió ser la legítima esposa del hombre con quien se unió. Si Ronald Fraser entendía otra cosa… y no hay prueba alguna de que sea así… sería «él» quien habría cometido el pecado, ¡pero usted no puede creer que el castigo se haya transferido a su hija inocente!
—No, no quiero decir eso, maestro. No fue en eso donde Margaret hizo mal; y
aunque nunca me gustó Ronald Fraser, tengo que decir esto en su defensa: yo creo que él pensó que era un hombre libre cuando se casó con Margaret. Pero no…, es algo más…, algo mucho peor. Me produce un escalofrío cada vez que me acuerdo de eso. ¡Oh, maestro! El Buen Libro dice la verdad cuando afirma que los pecados de los padres recaerán sobre los hijos. De la primera a la última página no hay una verdad más enorme que esa declaración tan sencilla.
—¿Pero, cuál, en nombre del cielo, es el significado de todo eso? —exclamó Eric
—. Dígame de qué se trata. Debo conocer toda la verdad acerca de Kilmeny. Le
ruego que no me atormente.
—Voy a contarle la historia, maestro, aunque va a ser como si abriera una vieja
herida. No hay persona viviente que la conozca más que Thomas y yo. Cuando usted la escuche sabrá por qué es que Kilmeny no puede hablar y por qué no es posible que alguien pueda hacer algo por ella. Ella misma no sabe la verdad y usted no debe contársela jamás. No es una historia apropiada para sus oídos, particularmente porque se refiere a su madre. Prométame que jamás se la contará, no importa lo que pueda
suceder.
—Se lo prometo…, adelante…, adelante declaró el joven febrilmente.
Janet Gordon unió las manos firmemente sobre la falda, como una mujer que está
obligando a su sistema nervioso a colaborar en la realización de una ardua tarea. En ese momento tenía un aspecto mucho más avejentado; las líneas de su rostro parecían doblemente profundas y duras.
—Mi hermana Margaret era una muchacha muy orgullosa y altiva, maestro. Pero
no quiero que piense que no tenía sentimientos. No, no, eso sería hacer una grave.injusticia a su memoria. Tenía sus defectos como todos los tenemos, pero era alegre, feliz y cariñosa. Todos la queríamos muchísimo. Ella era la luz y la vida de esta casa.
Si, maestro, antes de la desgracia que cayó sobre ella, Margaret era una joven
encantadora y cantaba como una alondra desde la mañana a la noche. Tal vez
nosotros la echamos a perder un poquito… tal vez la dejamos hacer su capricho con
un poco de exceso.
Bueno, maestro, usted conoce la historia de su casamiento con Ronald Fraser y
lo que pasó después, de manera que no necesito explicarle eso. Conozco, o mejor
dicho, solía conocer a Elizabeth Williamson muy bien y me consta que cualquier cosa que ella le haya dicho sobre este asunto tiene que ser la verdad y nada más que la verdad en la medida en que ella la conoció.
Nuestro padre era un hombre sumamente orgulloso. ¡Oh, maestro! Si Margaret
era orgullosa, le aseguro que tenía a quien salir. Y su desgracia le costó a él un
gravísimo disgusto como puede suponer. Después que supo lo ocurrido, no nos volvió a hablar a ninguno de nosotros por espacio de tres años. Se sentaba en aquel rincón, con la cabeza gacha y no comía nada de nada. No se había sentido muy entusiasmado con el casamiento de Margaret; y cuando ella regresó a casa en desgracia, no llegó a poner el pie sobre el umbral de la puerta cuando nuestro padre se desahogó con ella.
¡Oh! La veo aún allí, de pie en la puerta, la veo en este mismo momento, maestro.
Pálida, temblorosa, colgada prácticamente del brazo de Thomas, sus enormes ojos cambiando de la vergüenza y el dolor a la ira. Era justamente la hora en que el sol se ponía y un rayo rojo entraba por la ventana y le daba en el pecho como si fuera una mancha de sangre.
Mi padre la llamó con un nombre infamante, maestro. ¡Oh! ¡Fue muy duro!…
Aunque sea mi padre debo admitir que estuvo excesivamente duro con ella, con el corazón destrozado como regresaba y culpable, después de todo, de nada más que de un poco de obstinación en el asunto de su casamiento.
Y mi padre tuvo que arrepentirse… ¡Oh, maestro! La palabra no había salido
completamente de sus labios cuando ya estaba arrepentido. Pero el daño estaba
hecho. ¡Oh, nunca podré olvidar el rostro de Margaret en aquel instante, maestro! Me persigue todavía en la oscuridad de mi cuarto. Fue un gesto lleno de ira, de rebelión y de desafío. Pero jamás le respondió. Unió las dos manos y subió a su viejo cuarto sin decir una sola palabra, con todos esos enloquecedores sentimientos incendiando su alma y siendo contenida en el hablar, en el desahogarse, por su poderosa voluntad,
por su potente orgullo. Maestro, Margaret no volvió a pronunciar una sola palabra
hasta que nació Kilmeny… ni una palabra, maestro. Nada pudimos hacer para
suavizar sus sentimientos. Y fuimos bondadosos con ella y amables y jamás le
reprochamos nada ni con una simple mirada. Pero ella no quiso dirigir la palabra a ninguno de nosotros. Permanecía sentada en su habitación la mayor parte del tiempo y miraba a la pared con sus ojos terribles. Mi padre le pidió, le imploró que hablara, que lo perdonara, pero jamás dio señales de que lo había escuchado.
Todavía no he llegado a lo peor, maestro. Nuestro padre se enfermó y tuvo que
quedarse en la cama. Margaret no quiso ir a verlo. Entonces, una noche, cuando
Thomas y yo lo estábamos cuidando y eran cerca de las once, de pronto nuestro padre dijo:
»—Janet, levántate y dile a esa muchacha —él siempre llamaba a Margaret así,
era una especie de nombre mimoso que él tenía para ella—, dile que me estoy
muriendo y que yo le pido que venga aquí abajo y me hable antes de que me vaya
para siempre.
Maestro, yo fui. Margaret estaba sentada en su habitación, sola en el frío y en la
oscuridad, mirando hacia la pared. Le dije lo que deseaba nuestro padre. En ningún
momento me dejó conocer si me había oído. Le supliqué y lloré, maestro. Hice lo que nunca hice ante ninguna criatura humana… me arrodillé y le rogué que tuviera misericordia de todos y de ella misma y que bajara a ver a nuestro padre moribundo.
¡Maestro, ni se movió! En ningún momento se movió ni me miró. Tuve que
levantarme y bajar la escalera para decirle al pobre viejo que ella no vendría.
Janet Gordon levantó las manos y las golpeó una contra otra en el aire como para expresar la agonía de su recuerdo.
Cuando se lo dije a nuestro padre se limitó a decir:
»—Pobre muchacha, fui muy duro con ella. No hay que echarle la culpa. Pero yo
no puedo ir a reunirme con su madre hasta que nuestra pequeña muchacha no me haya perdonado por la infamia que le dije. Thomas, ayúdame a levantar. Desde que ella no quiere venir a mí, soy yo quien debe ir a ella entonces.
No había rencor en él… nosotros nos dimos cuenta de eso. Se levantó de su
lecho de muerte y Thomas le ayudó a llegar al vestíbulo y luego a subir la escalera.
Yo caminé detrás de ellos con el candelabro. ¡Oh, maestro, jamás podré olvidar!…
Las sombras terribles y el viento tormentoso rugiendo afuera de la casa. La
respiración jadeante de nuestro padre. Pero lo llevamos hasta el dormitorio de
Margaret y allí estuvo él delante de ella, temblando, con sus blancos cabellos cayendo sobre su rostro martirizado. Y él rogó a Margaret que lo perdonara… que lo
perdonara y le hablara siquiera una sola palabra antes de ir a reunirse con su madre.
Maestro… —La voz de Janet se agudizó casi hasta ser un chillido—. ¡Ella no habló!
¡Ella no habló una sola palabra! Y sin embargo «quería» hablar… después ella me confesó que había querido hablar. Pero su obstinación no se lo permitía. Era como un poder diabólico que se había apoderado de ella y no la dejaba hablar. Nuestro padre pudo haber rogado del mismo modo a una imagen de piedra. ¡Oh, fue muy duro, muy terrible! Ella vio que su padre se moría y en ningún momento pudo decir la palabra que él le pedía. «Ése» fue su pecado, maestro… y por ese pecado ha recaído el castigo en su hija que todavía no había nacido. Nuestro padre comprendió que no le hablaría y dio la impresión de que se habría caído de no haberlo sostenido Thomas.
»—¡Oh, muchacha, eres una mujer muy dura! —Fue todo lo que nuestro padre
dijo. Y ésas fueron sus últimas palabras. Entre Thomas y yo lo llevamos de regreso a su habitación, pero el aliento había huido de él antes de llegar a destino.
Bueno, maestro, Kilmeny nació un mes más tarde y cuando Margaret sintió a su
hija en el regazo, el demonio que la había tenido bajo su poder perdió su fuerza.
Habló entonces y lloró y logró recuperarse para volver a ser ella misma. ¡Oh, cómo
lloró! Nos imploró a nosotros que la perdonáramos y nosotros lo hicimos
espontáneamente, completamente. Pero aquél contra quien había pecado con mayor intensidad, se había ido. Y ninguna palabra de perdón pudo surgir de su tumba. Mi pobre hermana ya no conoció jamás lo que era la paz de la conciencia, maestro. Pero fue gentil, bondadosa y humilde hasta… hasta que comenzó a temer que Kilmeny iba a ser muda. Pensamos entonces que se iba a volver loca. La verdad, maestro, es que
ella ya no estuvo bien nunca más.
Ésa es la historia y tiene ante usted a una mujer agradecida porque el relato haya
terminado. Kilmeny no puede hablar porque su madre no habló en aquella
oportunidad.

 Kilmeny no puede hablar porque su madre no habló en aquellaoportunidad

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Eric había escuchado el extenso relato con el rostro espantado. La negra tragedia que había en él lo dominó…
la tragedia de aquella ley sin misericordia, la ley más misteriosa y cruel del universo de Dios, que ordena que el pecado de los culpables recaiga sobre el inocente. Aunque luchó en lo hondo de su corazón, la miserable convicción
penetró en su alma. El caso de Kilmeny estaba más allá de
todo auxilio humano.
—Es una historia terrible —dijo impresionado, poniéndose de pie y caminando inquieto de un lado a otro
de la cocina donde se encontraban—. Y si es verdad que el silencio de la madre causó la mudez de Kilmeny, me temo,
como usted dice, que no podamos ayudarla. Pero ustedes pueden estar equivocados. Puede que no haya sido más que una extraña coincidencia. Probablemente se pueda hacer algo y de todas maneras debemos tratar de comprobarlo. Tengo un amigo en
Queenslea que es médico. Su nombre es David Baker y es un especialista muy hábil
en todo lo que se refiere a la garganta y a la voz. Haré que venga aquí y examine a
Kilmeny.
—Haga lo que a usted le parezca —aceptó Janet en el tono desesperado que
podría haber empleado al darle autorización para que realizara una empresa imposible.
—Será necesario decir al doctor Baker por qué Kilmeny no puede hablar, o por
qué piensan ustedes que no puede.
Janet hizo un gesto.
—¡Será necesario eso, maestro! ¡Oh, es una historia muy amarga para que la
tenga que escuchar un extraño!
—No tema. No le diré nada que no sea lo más estrictamente necesario para la
adecuada comprensión del caso. Será bastante con decirle que Kilmeny puede ser muda porque por espacio de varios meses antes de su nacimiento, la madre se encontró en un estado mórbido que la condujo a mantener un obstinado e ininterrumpido silencio a raíz de ciertos resentimientos personales.
—Bueno, haga como a usted le parezca mejor, maestro. Evidentemente, Janet no tenía fe ninguna en la posibilidad de que se pudiera hacer algo por Kilmeny.

Pero un rayo de esperanza nació en el rostro de Kilmeny cuando Eric le dijo lo que se proponía hacer.
—¡Oh! ¿Crees realmente que él podrá hacerme hablar? —Escribió ansiosamente. —No lo sé, Kilmeny. Espero que pueda y yo sé que hará todo lo que la sabiduría
humana esté en condiciones de hacer. ¿Si él consigue librarte de tu defecto, me prometes casarte conmigo, querida?
Ella asintió. El leve movimiento grave tuvo la solemnidad de una promesa
sagrada.
—Sí —escribió—, cuando pueda hablar como las demás mujeres, me casaré
contigo.

KILMENY LA DEL HUERTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora