CAPÍTULO 10: UN OBSTÁCULO Y UNA DECISIÓN

23 9 0
                                    

Una tarde en los últimos días del mes de junio, la señora Williamson estaba sentada frente a la ventana de su cocina. Su tejido yacía sobre su falda y Timothy, a pesar de que ronroneaba insistentemente y se frotaba contra el pie de la buena mujer, no recibía una sola mirada de atención. Apoyaba la barbilla en una mano a la vez que miraba a través de la ventana hacia la distante ensenada con los ojos cargados de preocupación.

«Supongo que debo hablar —pensaba de mala gana—. Odio hacerlo. Siempre
odié la idea de entrometerme en la vida de los demás. Mi madre solía decir que de cada cien veces, noventa y nueve, un entrometido sale mal parado y no logra su propósito. Pero supongo que se trata de mi deber. He sido amiga de Margaret y es mi deber proteger a su hija en todo lo que pueda. Si el maestro vuelve a cruzar por ahí para ir a verla, tendré que decirle lo que pienso del asunto». Arriba en su habitación, Eric se movía silbando. Por fin bajó, pensando en el huerto y en la muchacha que lo estaba esperando allí. Cuando cruzaba el pequeño pórtico de la entrada oyó la voz de la señora
Williamson.

—Señor Marshall, ¿me hace el favor de venir aquí un momento? Se dirigió entonces a la cocina. La señora Williamson lo miró con desaprobación.
Había un cierto sonrojo en sus mejillas, pálidas generalmente, y su voz era temblorosa.
—Señor Marshall, quiero hacerle una pregunta. Tal vez piense usted que no se trata de un asunto en el que deba inmiscuirme, pero no es porque quiera ser impertinente. No, no. Es sólo porque pienso que debo hablar con usted. Lo he estado pensando por mucho tiempo y me parece que mi deber es hablar. Espero que no se enoje, pero aunque se enojara, no tendría más remedio que hablar. ¿Está yendo usted al viejo huerto de los Connors para encontrarse con Kilmeny Gordon?

Por un momento, el enojo surgió violento en el rostro de Eric. Era el tono de la
señora Williamson lo que lo sacaba de quicio y lo enfurecía, más que las palabras en si.
—Sí, así es, señora Williamson —replicó fríamente—. ¿Qué tiene que ver eso?

—Entonces, señor —prosiguió la señora Williamson con mayor firmeza—, me
veo obligada a decirle que no creo que esté usted haciendo bien. He estado sospechando todo este tiempo, que usted iba allí todas las tardes, pero no he dicho una sola palabra a nadie del asunto. Ni siquiera lo sabe mi esposo. Pero dígame, maestro, los tíos de Kilmeny están enterados de que usted se encuentra con ella en huerto.

—Pues… —dijo Eric en cierto modo confundido—. Yo… yo no sé si lo saben o
no. Pero de todos modos, señora Williamson, ¿no sospechará usted que yo pretendo hacerle el menor daño a Kilmeny Gordon?

—No, no lo creo, maestro. Podría pensarlo de otros hombres pero no de usted. No
creo ni por un minuto que usted sería capaz de hacerle ningún daño consciente a ella ni a ninguna otra mujer. Pero a pesar de todo puede provocar en ella ese daño. Le pido que se detenga y piense un poco, porque yo creo que usted no lo ha pensado. Kilmeny no puede saber nada del mundo ni de los hombres. Y es posible que ya esté pensando demasiado en usted. Eso puede destrozarle el corazón, porque no creo que usted llegue a casarse nunca con una muchacha muda como es ella. De modo que creo que usted no debiera seguir viéndola en esta forma. No es justo, maestro. No vaya al huerto otra vez.
Sin decir una sola palabra Eric se volvió y subió a su cuarto. La señora Williamson recogió su tejido con un suspiro.

—Ya está hecho Timothy, y me siento muy agradecida —dijo en voz baja—.
Supongo que no habrá necesidad de decir nada más. El señor Marshall es un
caballero muy fino, sólo un poco irreflexivo. Ahora que tiene los ojos abiertos, creo que hará lo que debe hacer. No me gustaría que la hija de Margaret fuera desgraciada.
El marido entró a la casa ubicándose en los escalones de la puerta de la cocina
para gozar de su tabaco de la tarde, hablando entre pitada y pitada a su esposa de la trifulca del Anciano Tracy en la iglesia, del pretendiente de Mary Alice Martin, del precio que por los huevos pedía Jake Crosby, de la cantidad de heno que rendían las praderas de la colina, de las dificultades que él mismo tenía con la cabra de la vieja Molly y de los respectivos méritos que ofrecían los gallos Plymouth Rock y los Brahma. La señora Williamson lo oía distraídamente, casi sin retener ninguna de las palabras que su marido pronunciaba.

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now