CAPÍTULO 7: UNA ROSA FEMENINA

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Cuando salió del bosque de pinos y entró en el huerto, su corazón dio un salto. Sintió que la sangre le subía enloquecida a la cabeza. Allí estaba «ella», inclinada sobre el macizo de lirios de junio en el centro del antiguo jardín. No podía ver más que su perfil, blanco y virginal. Se contuvo porque no quería asustarla nuevamente. Cuando la niña levanto la
cabeza, Eric espero verla estremecerse y huir, pero no ocurrió así; sólo se puso un poco más pálida y se quedo inmóvil, observándolo atentamente. Viendo esto, el joven se aproximo lentamente y cuando estuvo frente a ella, al punto que podía oír el sonido de su aliento a través de los labios entreabiertos, le dijo muy suavemente:
—No tenga usted miedo de mí. Soy un amigo y no quiero molestarla ni enojarla
de ninguna manera.
La niña pareció vacilar un momento. Después recogió una pequeña pizarra que pendía de su cinturón y escribiendo rápidamente en ella, la extendió para que Eric pudiera leer. Y en una letra pequeña y muy clara leyó:
—No tengo miedo de usted. Mi madre me dijo que todos los hombres extraños
eran impíos y peligrosos, pero no creo que usted lo sea. He pensado mucho en usted y siento mucho haber huido la otra noche. Eric se dio cuenta entonces de toda la sencillez e inocencia que había en su alma. Mirándola seriamente a los ojos todavía conturbados, respondió:
—No le haría yo ningún daño por nada del mundo. Todos los hombres no somos
impíos, aunque es cierto que algunos lo son. Mi nombre es Eric Marshall y estoy enseñando en la escuela de Lindsay. Pienso que usted debe ser Kilmeny Gordon. Su música me pareció tan adorable la otra tarde que he estado deseando desde entonces poderla oír otra vez. ¿No querrá usted tocar para que la oiga? El vago temor de los ojos había desaparecido en aquel momento y de pronto la niña sonrió… Una sonrisa feliz, infantil, completamente irresistible, rompió a través de la calma de su rostro como el brillar del sol naciente sobre las aguas del mar sereno. Después escribió: —Siento mucho no poder tocar el violín esta tarde. No lo he traído conmigo, pero
lo traeré mañana a la tarde y tocaré para usted si es que quiere escucharme. Me gusta complacerlo. ¡Otra vez la nota de inocente franqueza! ¡Qué niña era… qué hermosa e ignorante criatura, completamente torpe en el arte de esconder sus sentimientos! Pero ¿por qué habría de esconderlos? Sus sentimientos y su expresión eran tan puros y hermosos
como ella misma. Eric le devolvió la sonrisa con idéntica franqueza.
—Deseo escucharla tanto como no soy capaz de expresarlo y puede tener la
seguridad de que voy a venir mañana a la tarde si el tiempo es bueno. Pero si se
presenta húmedo o desagradable, no debe usted venir y en ese caso vendré otra
tarde… ¿No querría ahora darme algunas flores?
Ella asintió con otra pequeña sonrisa y comenzó a elegir algunos lirios
seleccionando cuidadosamente los más perfectos entre ellos. Eric observo deleitado sus movimientos graciosos y ligeros; cada movimiento parecía estar cargado de poesía en sí mismo. Tenía toda la apariencia de la Primavera… como si todo el temblor de las jóvenes hojas en las primeras horas de la mañana y toda la dulzura de los jóvenes brotes de un millar de primaveras hubiesen concretado su existencia en ella.
Cuando Kilmeny se acerco a él, radiante, sus manos llenas de lirios, una imagen
de un poema favorito surgió en su mente…
… Un capullo bermejo y blanco que levemente rompe en desmayada flor,
por sortilegio del Señor, es la doncella para mí.
Al instante se sintió enojado consigo mismo. La niña no era, después de todo, más que una chiquilla… y una chiquilla apartada del mundo por su defecto. No debía permitirse a sí mismo pensar tonterías.
—Muchas gracias. Estos lirios de junio son las flores más dulces que la primavera
nos brinda. ¿Sabe usted que su nombre real es el de narciso blanco?
Ella pareció complacida e interesada.
—No, no lo sabía —escribió—. Muchas veces he leído sobre los narcisos blancos
y me he preguntado cómo serían. Nunca pensé que eran lo mismo que mis queridos lirios de junio. Estoy muy contenta de que me lo haya dicho. Quiero mucho a las flores. Son mis mejores amigas.
—No podría usted evitar que los lirios fueran sus amigos. No podría ser de otra
manera —respondió Eric—. Vamos a sentarnos en el viejo banco… aquí donde usted estaba sentada esa noche que la asusté tanto. No podía imaginarme quién y cómo era usted. Algunas veces pensé que la había soñado… sólo que —añadió Eric para sí mismo—, nunca habría podido soñar nada que fuera la mitad de adorable.
Kilmeny se sentó junto a él en el viejo banco y lo miró a la cara con la mayor
naturalidad. No había audacia en su mirada… nada más que la más perfecta e infantil fe y confianza. Si hubiera habido el menor sentimiento impuro en su corazón…
cualquier pensamiento sombrío, que él temía poder alentar… aquéllos lo habrían
descubierto. Pero Eric pudo mirarla sin temores. Y entonces ella escribió:
—Me asusté muchísimo. Usted debe haber pensado que soy tonta, pero es que nunca había visto a un hombre, excepto al tío Thomas y a Neil… y al vendedor
ambulante. Y usted es distinto de ellos… ¡Oh, muy diferente! Tuve miedo de volver
aquí a la tarde siguiente, pero así y todo sentía deseos de volver. No quería que usted pensase que no sé comportarme como es debido. Envié a Neil para que recogiera mi arco a la mañana siguiente. No puedo estar mucho tiempo sin tocar el violín. Usted ya sabe que no hablo. ¿Lo lamenta?
—Lo lamento mucho por usted misma.
—Sí; pero lo que yo quise preguntarle es si le gustaría más, si pudiera hablar
como la otra gente.
—No, eso no hace ninguna diferencia, Kilmeny. A propósito, ¿tiene
inconveniente en que la llame Kilmeny?
Ella pareció asombrada y escribió:
—¿De que otra manera podría llamarme? Ése es mi nombre. Todos me llaman
así.
—Pero yo soy un extraño para usted y tal vez usted desee que la llame señorita
Gordon.
—¡Oh, no!, eso no me gustaría —escribió rápidamente la niña con una expresión
de molestia en el rostro—. Nadie me llama así nunca. Me haría sentir que soy una
persona extraña. Y usted no me parece un extraño. ¿Hay alguna razón para que usted
no me pueda llamar Kilmeny?
—No hay ninguna razón si es que usted me concede ese privilegio. Tiene usted
un nombre encantador…, el nombre que realmente usted debe llevar.
—Estoy contenta de que a usted le guste. ¿Sabe usted que me pusieron ese
nombre por mi abuela y que a ella se lo pusieron por una muchacha que había en un poema? A mi tía Janet jamás le gusto mi nombre, aunque le gustaba mucho mi
abuela. Pero a mí me encanta que le gusten las dos cosas, mi nombre y yo. Tenía miedo dé no gustarle… por el hecho de que no pueda hablar.
—Usted puede hablar a través de su música, Kilmeny.
La muchacha pareció complacida.
—¡Qué bien lo comprende usted! —Escribió—. Sí, yo no puedo hablar o cantar como lo hace la gente, pero puedo hacer que mi violín diga cosas por mí.
—¿Compone usted su propia música? —pregunto Eric, pero inmediatamente se
dio cuenta de que la joven no le había entendido—. Quiero decir si alguien le enseño la música que usted toco aquí la otra tarde.
—¡Oh, no! La música viene como la pienso. Siempre ha sido así. Cuando era muy
pequeña, Neil me enseño a sostener el violín y el arco y el resto vino solo. Mi violín era de Neil, pero él me lo dio. Neil es muy bueno y amable conmigo, pero usted me gusta más. Cuénteme de usted.
La maravilla que ella era, se apoderaba del joven a cada momento en mayor
grado. ¡Qué adorable era! ¡Qué modales y que gesto tenía! Modales, gestos tan poco
calculados y sin artificio como efectivos. ¡Y qué poco llegaba a importar su mudez!
Escribía muy rápidamente y con gran facilidad. Sus ojos y su sonrisa daban una
expresión tan definida a su rostro, que la voz no se echaba de menos casi.
Permanecieron en el huerto hasta que las largas y lánguidas sombras de los
árboles tocaron sus pies. El sol terminaba de desaparecer y las colinas distantes eran púrpura contra el mezclado azafrán del firmamento por el oeste y el cristalino azul por el sur. Hacia el este, justamente sobre el bosque de pinos, había nubes, blancas y
puntiagudas como montañas nevadas y la más occidental de ellas brillo con un matiz rosado, como de puesta solar en las alturas alpinas.
Los mundos más altos del espacio todavía estaban llenos de luz, de una luz
perfecta y sin mancha, no tocada por la sombra terrena. Pero abajo, en el huerto y
bajo los pinos, la luz había casi desaparecido, dando lugar a una penumbra verdosa y húmeda, asombrosamente dulce con el aroma de los manzanos florecidos, la menta y
los perfumes balsámicos de los abetos cercanos. Eric le contó su vida y le hablo de la vida del mundo exterior, temas sobre los cuales Kilmeny se mostró infantil y ansiosamente interesada. Le hizo muchas
preguntas, preguntas directas e incisivas que demostraron que ella se había formado ya una opinión categórica sobre algunas cosas. Pero aun así era fácil advertir que la joven hacía referencia a aquel mundo desconocido como si jamás fuera a tener participación en él. El de ella era el desapasionado interés con que podría haber escuchado un cuento del país de las hadas o la historia de algún gran imperio cuya vida ya estuviera sepultada en los años transcurridos.
Eric se sorprendió al notar que Kilmeny había leído mucha poesía y muchos
libros de historia, así como algunos libros de viajes y de biografías. No tenía la menor idea de lo que era una novela y jamás las había oído mencionar. Con bastante curiosidad había atendido la información sobre política y los acontecimientos internacionales del semanario que su tío recibía.
—Nunca leí el diario mientras mamá vivió —escribió—, ni siquiera libros de
poesía. Ella me enseño a leer y a escribir con la Biblia y con algunos libros de
historia. Después que mamá murió, la tía Janet me dio todos sus libros. Tenía
muchos. La mayoría de ellos le habían sido entregados como premio cuando era niña e iba a la escuela y otros le habían sido regalados por mi padre. ¿Conoce usted la historia de mi padre y mi madre?
Eric asintió.
—Sí, la señora Williamson me contó sobre eso. La señora Williamson fue amiga
de su mamá.
—Me alegro de que conozca la historia. Es tan triste que no me gustaría tener que
contársela, pero así usted podrá comprender todo mejor. No conocí esa historia hasta después que mamá murió. Antes de irse, ella misma me la contó. Creo que ella pensaba antes que la culpa de lo ocurrido era de mi padre, pero antes de morir me dijo que le parecía que había sido injusta con él y que él no debió haber sabido. Dijo que cuando la gente se está muriendo ve las cosas con mucha mayor claridad y que ella veía que había cometido un error con mi padre. Me dijo que había muchas más cosas que quería decirme, pero no tuvo tiempo de contármelas porque murió esa misma noche. Pasó bastante tiempo antes de que yo tuviera el valor necesario para
leer sus libros. Pero cuando lo hice me parecieron preciosos todos. Los primeros
libros eran de poesía y parecía música puesta en palabras.
—Le voy a traer algunos libros para leer, si le gustan —dijo Eric.
Los grandes ojos azules brillaron de interés y deleite.
—¡Oh, muchas gracias! Me van a gustar mucho. He leído los míos tantas veces
que casi los conozco de memoria. Uno no puede fatigarse de las cosas que son
realmente hermosas, pero algunas veces pienso que me gustaría tener nuevos libros.
—¿Nunca se siente solitaria, Kilmeny?
—¡Oh, no! ¿Cómo podría sentirme solitaria? Siempre tengo mucho que hacer,
ayudando a la tía Janet en la casa. Sé hacer muchas cosas —escribió levantando el rostro con expresión orgullosa, al ras el lápiz se movía ágilmente—, sé cocinar, sé coser. La tía Janet dice que soy muy buena ama de casa y le aseguro que ella no suele
alabar a la gente ni mucho ni muy a menudo. Y después, cuando no estoy ayudándola a ella, tengo a mi querido violín. Ésa es toda la compañía que deseo. Pero me gusta leer y oír hablar de las cosas del mundo lejano y de la gente que vive en él y de las cosas que se hacen. Debe de ser un lugar maravilloso.
—¿No le gustaría ir a conocerlo, ver las maravillas y encontrarse usted misma
con la gente? —preguntó Eric, sonriéndole.
En seguida se dio cuenta de que en alguna forma que no percibía, la había herido.
Tomó el lápiz y escribió, con tal brusquedad de movimiento y energía de expresión, que casi parecía como que estaba profiriendo verbalmente las palabras.
—¡No, no, no! No quiero ir a ninguna parte fuera de mi casa. No quiero ver
extraños ni quiero que me vean a mí. No podría soportarlo.
Pensó Eric que la conciencia de su defecto posiblemente daba semejante
resultado, aunque no parecía tampoco muy sensible a su propia mudez ya que hacía frecuentes y naturales referencias a ella en sus escritos. O tal vez fuera la sombra que se cernía sobre su nacimiento. Aun así, la niña era tan inocente que no le parecía a él que después de todo se diese cabal cuenta de la existencia de semejante sombra. Por
fin decidió que se trataba simplemente de una vibración mórbida en una criatura
sensitiva, había sido criada de un modo inapropiado y no natural.
Por último, las alargadas sombras le advirtieron que era tiempo ya de irse.
—No se olvide usted de venir mañana a la tarde para tocar el violín —dijo,
poniéndose de pie de mala gana.
Kilmeny respondió con un leve movimiento de su cabecita morena y una sonrisa muy elocuente. Entonces la observó cuando se alejaba atravesando el huerto… «con la belleza y el suave paso de la luna…», y luego por el sendero abandonado y silvestre. Al llegar al extremo de la hilera de pinos hizo una pausa para volverse y saludar con el brazo en alto antes de desaparecer.
Cuando Eric llegó a casa de los Williamson, Robert estaba atacando un piscolabis compuesto de pan y leche, en la cocina. Levantó la cabeza con una sonrisa amistosa, cuando el joven se presentó silbando.
—¿Estuvo paseando, maestro?
—Sí —dijo Eric. Involuntariamente el joven puso tal tono de triunfo en el sencillo monosílabo que hasta el viejo Robert lo percibió. La señora Williamson, que estaba cortando pan en el extremo de la mesa, dejo el cuchillo y la hogaza, para mirar al joven con una expresión suavemente preocupada en los ojos. Se pregunto si habría estado nuevamente en el huerto de los Connors… y si había vuelto a ver a Kilmeny Gordon.
—Supongo que no habrá descubierto una mina de oro —comento el viejo Robert secamente—. Pero tiene toda la apariencia de haberla descubierto.

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now