CAPÍTULO 5: UN FANTASMA DELICIOSO

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Poco antes de la puesta de sol esa misma tarde, Eric salió a dar un paseo. Cuando no iba hacia la costa, le gustaba vagar por los campos y los bosques de Lindsay aprovechando la dulzura de la estación. La mayoría de las casas de aquella población estaban edificadas sobre el camino principal, que corría paralelo a la línea de la costa, o en torno a los negocios de La Esquina. De tal modo, las granjas corrían hacia atrás, en dirección a la soledad de los bosques y de los campos de pastoreo. Eric se dirigió hacia el sudoeste desde la casa de los Williamson, regiones que hasta ese momento no había «explorado»; y caminó ágilmente, gozando del hechizo de la hora dorada, suspendido en torno a él en el aire y en el firmamento y apoyado también en la tierra. Sentía aquel hechizo, lo amaba y cedía ante él, como todo joven de vida sana. El bosque de pinos en que se encontraba ahora, estaba atravesado completamente por las flechas de oro que el sol poniente lanzaba. Pasó a través de él, avanzando por un sendero de tonos de púrpura, donde el piso, formado por una alfombra de hojas secas, era de color marrón y resultaba blando bajo sus plantas. Al término del sendero llegó a un escenario que lo sorprendió. Ninguna casa había a la vista, pero se encontró frente a un huerto; un viejo huerto evidentemente abandonado y olvidado. Pero un huerto no muere fácilmente y éste, que debía haber sido un lugar de verdadero privilegio alguna vez, era aún un sitio delicioso, muy quieto por el ambiente de suave melancolía que lo rodeaba y permanecía en él; la misma melancolía que invade los lugares que han sido escena alguna vez de la actividad alegre, del placer y de la vida juvenil, lugares donde los corazones han latido con intensidad, los pulsos se han acelerado y los ecos han repetido voces de felicidad. Los fantasmas de todas esas alegrías y emociones parecen sobrevivir a los seres humanos a través de los años. El huerto era ancho y largo, encerrado por una vieja cerca medio derribada ya,
con la hiedra muy quemada por los soles de muchos veranos. A intervalos regulares a lo largo de la línea del cerco había altos pinos y el viento, más dulce que las brisas de Lebanon, cantaba en sus copas una vieja canción terrena que tenía el poder de transportar al oyente a épocas lejanas ya perdidas. Hacia el este crecía un espeso bosque de pinos, comenzando con pequeños arbustos que apenas levantaban del suelo y aumentando desde allí en estatura hasta llegar a los veteranos pinos de la espesura, colosos firmes que daban la impresión de formar un muro, tan maravillosamente compacto, que parecían dispuestos por la mano de un verdadero artista. La mayor parte del huerto estaba cubierto por pastos excesivamente crecidos, pero en un extremo cerca del cual se encontraba Eric, había un espacio sin árboles que evidentemente había servido alguna vez de jardín para la casa de los dueños.
Algunos viejos senderos eran todavía visibles, bordeados con piedras y guijarros. Había dos macizos de lilas, uno floreciendo en púrpura real, el otro en blanco. Entre los dos macizos un cantero florecido también de estrellados lirios de junio. Su aroma penetrante y seductor destilado en el rocío, era transportado por la brisa. También a lo largo del cerco se veían macizos de rosales, pero era temprana la estación todavía
para las rosas. Más allá estaba el huerto propiamente dicho, tres prolongadas hileras de árboles con verdes avenidas entre ellas, cada árbol ubicado en un maravilloso macizo blanco y rosa.
El encanto del lugar tomó posesión de los sentidos de Eric como nunca le había
ocurrido hasta entonces. No era dado a las fantasías románticas, pero el huerto se
apoderó de él sutilmente y lo arrastró hacia sí mismo y ya jamás volvió a ser el
mismo otra vez. Entró a través de un espacio abierto en la cerca y así, sin saberlo, fue al encuentro de la vida que estaba esperándole allí.
Caminó toda la longitud del huerto por la avenida del medio, entre largos y
sinuosos canteros espontáneos. Cuando alcanzó el límite sur, se echó sobre el césped en un rincón del cerco donde crecían las lilas también, con helechos y azules violetas silvestres mezclados en sus raíces.
Desde el lugar donde se encontraba divisó una casa ubicada a unos doscientos
metros, con su techo oscuro emergiendo por entre las copas más oscuras aún de los pinos. Parecía un lugar sombrío, lúgubre y remoto y no sabía Eric entonces quien vivía allí.
Tenía un amplio panorama hacia el oeste, compuesto por campos brumosos con
intervalos de espesa niebla azul. El sol acababa de ocultarse y ya no quedaban sino escasas zonas de dorados. A través de un largo valle bordeado de sombras había una región alta todavía iluminada y en el mismo cielo grandes manchas de azafrán.
El aire estaba bautizado por el rocío que ahora llevaba el aroma de un arbusto de
menta sobre el cual había tropezado Eric. Los petirrojos silbaban clara, dulce y
sorpresivamente en los bosques que lo rodeaban.
-Éste es un «refugio verdadero de antigua paz» -citó Eric mirando en torno
con ojos deleitados-. Podría quedarme dormido aquí mismo, soñar y tener visiones. ¡Qué cielo! ¿Podría algo ser más divino que ese fino cristal azul y esas frágiles nubes blancas, que parecen un delicado encaje? ¡Qué vertiginosa e intoxicarte fragancia poseen las lilas! Me pregunto si realmente un perfume es capaz de embriagar a un hombre. Esos maravillosos manzanos... ¿qué es eso?

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now