CAPÍTULO 17: LAS CADENAS ROTAS

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Eric regresó a casa de los Williamson con el rostro blanco y atormentado. Jamás había creído que un hombre pudiera sufrir como él estaba sufriendo. ¿Qué era lo que tenía que hacer? Le resultaba imposible continuar su vida… no había vida posible sin Kilmeny. La angustia se apoderó de su alma hasta que sus fuerzas le abandonaron y la juventud y la esperanza, se tornaron violencia y amargura en su corazón. Nunca después pudo decir cómo vivió aquel domingo, ni cómo pudo enseñar en la escuela como de costumbre el lunes siguiente. Descubrió hasta dónde podía sufrir un hombre y aun así, vivir y trabajar. Su cuerpo le parecía un muñeco automático que se movía y hablaba mecánicamente, mientras su torturado espíritu soportaba un dolor que dejaba su marca en él para siempre. Fuera de aquellos fieros momentos de agonía, Eric Marshall tuvo que proseguir su camino como un hombre que ha dejado su infancia definitivamente detrás de sí y miraba la vida con ojos, que sabían mirar en ella y aun mucho más allá de ella. El martes por la tarde hubo un funeral en la localidad y de acuerdo con la costumbre, la escuela se cerró. Eric entonces fue nuevamente al viejo huerto. No tenía la menor esperanza de ver a Kilmeny allí, porque pensó que la joven evitaría ir al sitio para no arriesgarse a un encuentro. Pero él no podía dejar de ir, aunque pensaba que sería un nuevo tormento; vibraba entre el deseo salvaje de no verla más y una enfermiza atracción que le hacía preguntarse cómo haría para privarse de su vista para siempre. Aquel extraño y viejo huerto, donde había conocido y cortejado a su amada, donde había observado día a día cómo ella florecía bajo sus ojos como la más exótica flor, hasta que se cumplió el corto proceso en tres breves meses para que ella pasara de la más exquisita infantilidad a la más exquisita madurez. Mientras cruzaba la pradera antes de llegar al bosque de pinos, se encontró con
Neil Gordon, que estaba levantando una cerca muy alta. Neil no miró a Eric cuando éste pasó, sino que con gesto fiero prosiguió cavando los pozos para los postes principales. Hasta entonces, Eric había sentido piedad por Neil; ahora tenía conciencia de su franca simpatía por el chico. ¿Acaso no habría sufrido Neil como él mismo sufría? Eric se encontraba en un estado en que el único matiz era el dolor. El huerto estaba muy silencioso y soñador con el sol espeso y profundo de aquella
tarde de setiembre, un sol que parecía poseer el poder de extraer la misma esencia de todos los aromas que el verano había almacenado en los bosques y en los campos. Ya por entonces había pocas flores; la mayoría de los lirios, que habían reinado tan orgullosamente por la avenida central pocos días antes, estaban desapareciendo. El césped era escaso, marchito y desgreñado. Pero en los rincones, las varillas doradas se encendían como antorchas y los asteres mostraban su neblina púrpura aquí y allá.
El huerto mantenía su propia y extraña atracción, como ciertas mujeres en quienes a pesar de haberlas abandonado la juventud, se conserva una especie de atmósfera que recuerda a la belleza y al innato e indestructible encanto…
Eric anduvo al azar, triste e indiferente a la vez, hasta que por fin se sentó sobre la
cerca semiderrumbada, a la sombra de los pinos. Ni siquiera vio a Kilmeny que
avanzaba lentamente siguiendo la curva del sendero que venía de la casa.
Kilmeny había pensado que el viejo huerto era el lugar apropiado para curar sus
heridas, si es que sus heridas podían curarse. No había sentido el temor de
encontrarse con Eric allí, a semejante hora del día, porque la muchacha tampoco
sabía que existía la costumbre de cerrar la escuela cuando había un funeral en la villa. Jamás habría ido a la hora del crepúsculo aunque deseaba hacerlo con toda su alma; en el huerto estaba todo lo que quedaba para ella.
En esos pocos días habían transcurrido años para la joven. Había bebido hasta las
heces de la copa del sufrimiento. Su rostro estaba pálido y torturado, con profundas
sombras transparentes bajo los ojos, de los cuales parecían haber huido los sueños y las alegrías de la juventud, aunque poseían ahora el poderoso encanto que presta el dolor y la entereza ante él.
Thomas Gordon había meneado tristemente la cabeza al mirarla esa mañana.
—No lo va a poder soportar —pensó—. No va a quedarse mucho tiempo en este
mundo y tal vez eso sea lo mejor, pobre niña. Pero ojalá que ese joven maestro no
hubiera puesto nunca los pies en el huerto de los Connors ni en esta casa. ¡Margaret,
Margaret! Es duro tener que admitir que tu hija deba pagar el precio de un pecado
que fue cometido antes de que ella naciera.

Kilmeny avanzaba por el sendero lentamente, con el aire de una mujer que
camina en sueños. Cuando llegó al punto en que se encontraba la abertura en la cerca, levantó el rostro transido y vio a Eric, sentado a la sombra de los pinos, al otro lado del huerto, con la cara entre las manos. Se detuvo bruscamente y la sangre se agolpó salvajemente en su rostro.
Al momento siguiente, la sangre huyó, dejando el rostro pálido como un mármol.
El horror llenó sus ojos… un espanto crudo, mortal, como la sombra lívida de una nube podría cubrir el azul de las aguas.
Detrás de Eric, Neil Gordon estaba de pie, tenso, al acecho, criminal. Aun a semejante distancia Kilmeny apreció la mirada terrible de sus ojos, vio lo que tenía en la mano y comprendió como un relámpago lo que aquello significaba.
La escena quedó fotografiada en su cerebro en una fracción de segundo. Supo que no podía atravesar el espacio que la separaba de Eric para prevenirlo. No obstante, «tenía» que avisarle… «tenía»… ¡«Tenía que avisarle»!
Un poderoso torrente de voluntad surgió en ella y la superó como una gigantesca
ola del mar… un torrente que arrasaba con todo lo que se oponía a su carrera. Mientras Neil Gordon con gesto horrible,
descompuesto y vengativo, con el rostro hecho un demonio, levantaba el puñal que sostenía en la mano, Kilmeny se lanzó hacia el huerto.

 Mientras Neil Gordon con gesto horrible,descompuesto y vengativo, con el rostro hecho un demonio, levantaba el puñal que sostenía en la mano, Kilmeny se lanzó hacia el huerto

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—¡ERIC, ERIC!… ¡CUIDADO!…
¡DETRÁS DE TI!… ¡CUIDADO!… ¡DETRÁS DE TI!… Eric se irguió bruscamente, asombrado al oír aquella voz que venía temblando a través de la atmósfera. No se dio cuenta que era Kilmeny quien lo prevenía, pero instintivamente obedeció la indicación. Giró sobre sí y vio a Neil Gordon, que miraba a su vez, no a él, sino más allá de él a Kilmeny. El rostro del chico gitano estaba hecho ceniza y sus ojos cubiertos por el más abyecto terror e incredulidad, como si hubiese sido impedido su criminal propósito por alguna interposición sobrenatural. El puñal, a sus pies, donde lo había dejado caer en el momento de oír con indescriptible consternación los gritos articulados de Kilmeny, decía todo lo que había que explicar en su actitud.
Pero antes de que Eric pudiera pronunciar una sola palabra, Neil se volvió lanzando un grito más propio de un animal salvaje que de un ser humano y huyó como una bestia perseguida, entre las sombras del bosque de pinos.
Un momento más tarde Kilmeny, su adorable rostro bañado en lágrimas e iluminado por una deliciosa sonrisa, se echó en brazos del joven maestro.
—¡Oh, Eric, puedo hablar!… ¡Puedo hablar!… ¿No es maravilloso? Eric… ¡te quiero!… ¡te juro que te quiero!

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now