CAPÍTULO 14: UN PENSAMIENTO GENEROSO

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Eric notó un cambio en Kilmeny cuando se encontraron nuevamente…, un cambio que lo dejó sumamente preocupado. Ella parecía ausente, abstraída, casi indiferente. Cuando le propuso hacer el paseo habitual hasta el huerto, pensó que accedía de mala gana. Los días que siguieron lo convencieron del cambio. Algo se estaba interponiendo entre los dos. Kilmeny parecía tan alejada de él como si lo estuviera materialmente, como la heroína de la balada, morando por siete años en el país «donde las lluvias nunca caían y los vientos nunca soplaban» y regresando limpia la mente y el corazón de todos los afectos terrenales. Eric estuvo mal toda la semana aquélla, pero por fin se decidió a poner término al
sufrimiento mediante una clara conversación. Una tarde, en el huerto, le dijo de su amor. Era una tarde de agosto en que el trigo maduraba bajo el sol en los surcos. Una suave noche violeta hecha para el amor, con el distante murmullo de un mar intranquilo que golpeaba las rocas de la costa. Kilmeny estaba sentada en el viejo banco de madera donde la había visto Eric por primera vez. Había estado tocando el violín para él, pero la música que le arrancaba no complacía a la ejecutante, de manera que dejó el instrumento a su lado, con el ceño fruncido. Podía ser que tuviera miedo de tocar. Miedo de que sus nuevas emociones se le escaparan revelándose en la música. Era muy difícil prevenir eso, tanto tiempo llevaba la niña volcando libremente sus emociones en el violín. Sentía la necesidad de contenerse y en esa forma, su arco no reclamaba de las cuerdas un sonido perfecto sino caprichoso y discorde. Más que nunca en aquellos instantes deseaba Kilmeny poder hablar… Para poder reservar y proteger en las oraciones verbales lo que el silencio podía traicionar. Con una voz baja que temblaba de emociones contenidas, Eric le dijo que la amaba…, que la amaba desde el primer día en que la había visto en el viejo huerto. Habló con humildad mas no con temor, porque creía que ella le correspondía y en lo más intimo de su ser no esperaba un rechazo.

—Kilmeny, ¿quieres ser mi esposa? —le preguntó finalmente, tomándole las
manos. Kilmeny había escuchado con el rostro vuelto. Al principio se había sonrojado, pero después se puso dolorosamente pálida.
Cuando él terminó de hablar y quedó a la espera de su respuesta, separó ella bruscamente las manos y apretándolas contra el rostro, comenzó a llorar desconsoladamente y en silencio.
—Kilmeny, querida, ¿te he asustado? Tú sabías que te quería. ¿No sientes nada
con respecto a mí? —dijo Eric, poniendo los brazos en torno a su cintura y tratando
de acercarla.
Pero ella sacudió la cabeza tristemente y escribió con los labios apretados.
—Sí, yo te quiero, pero no me casaré nunca contigo porque no soy capaz de hablar.
—¡Oh, Kilmeny! —exclamó Eric sonriendo, porque pensó que su victoria estaba
asegurada—. Eso no hace la menor diferencia para mí…, tú sabes que eso no me importa en absoluto, querida. Si tú me quieres, para mí es bastante.
Pero Kilmeny volvió a negar con la cabeza y había una expresión determinada en
los ojos.
—No, no es bastante. Cometerías un grave error si yo permitiera que te casaras
conmigo y no lo permitiré jamás porque te quiero demasiado para hacer una cosa que puede hacerte daño. Tu gente pensaría que has hecho una tontería y no sería justo. Lo he pensado muchas veces desde que la tía Janet me dijo algo que me hizo comprender y yo sé que estoy procediendo bien. Siento muchísimo no haberlo comprendido antes, antes de que tú empezaras a pensar tanto en mí.
—Kilmeny, querida, has dejado que tu cabecita morena elabore una fantasía
absurda. ¿No sabes que me harías profundamente desgraciado si te negaras a ser mi esposa?
—No; tú piensas eso ahora y acepto que te sentirás muy mal por un tiempo. Pero
después te irás y luego me olvidarás. Cuando me hayas olvidado verás que yo tenía razón. Yo seré muy desgraciada también, pero eso es mucho mejor que arruinarte la vida.
Eric rogó, amenazó y presionó… al principio con paciencia y sonrisas, como
quien argumenta con una criatura obstinada; pero después con vehemencia y tremenda angustia. Hasta que comprendió que Kilmeny estaba decidida. Todo era en vano. Kilmeny se fue poniendo cada vez más pálida y sus ojos revelaron el dolor que estaba soportando.
Ella ni siquiera procuró discutir con él, sino que escuchaba pacientemente,
tristemente, para negar con la cabeza en cada pausa.
Dijera él lo que dijera, amenazara o implorara, no pudo modificar la tremenda
decisión.
Pero el joven no desesperó; no podía admitir que Kilmeny fuera capaz de
mantener su palabra en aquel caso. Se sentía seguro de que su amor tendría que
vencer finalmente y cuando regresó a su casa no experimentaba una desazón severa.
Eric no comprendía que era la misma intensidad de su cariño la que daba fuerzas a la joven para resistir sus ruegos y que si le correspondiera en menor medida, no habría dispuesto justamente de esa fuerza. El pensamiento de que era un daño el que le hacía al aceptarlo, era el formidable dique que contenía la marea de sus sentimientos.

KILMENY LA DEL HUERTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora