CAPÍTULO 9: LA HONRADA SENCILLEZ DE EVA

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En las tres semanas subsiguientes, Eric pareció realizar dos vidas, una muy distinta de la otra, como si poseyera una doble personalidad. En una de ellas, enseñaba diligentemente en el distrito escolar de Lindsay, trabajando arduamente, resolviendo problemas; argumentando sobre teología con Robert Williamson; visitando las casas de sus alumnos y tomando el té con las familias de éstos; concurriendo a bailes rústicos; y haciendo inconscientes estragos en el corazón de las muchachas de Lindsay. Pero esa vida era como un sueño obligado. Él sólo vivía en la otra que transcurría en el viejo huerto, con el césped excesivamente crecido, donde los minutos parecían volar impulsados por los duendes misteriosos del lugar mientras la brisa de junio tejía caprichosas melodías entre las ramas de los pinos. Aquí se encontraba todas las tardes con Kilmeny; en aquel huerto tejieron juntos una guirnalda de horas felices y serenas; juntos pasearon por los campos hermosos del romance; juntos leyeron muchos libros y hablaron de muchas cosas; y cuando se fatigaban de todo ello, Kilmeny tocaba el violín despertando ecos con sus encantadoras melodías. A cada encuentro, la belleza de la joven aparecía acrecentada a los ojos maravillados de Eric. En los intervalos impuestos por la ausencia, pensaba él que no podía ser tan hermosa como la «pensaba»; y luego, al encontrarse nuevamente comprobaba que la belleza era aún mayor. Aprendió a buscar en los ojos de la muchacha la inconfundible luz de bienvenida que aparecía en ellos al escuchar sus pasos. Casi siempre estaba allí antes que él y siempre mostraba alegría al verlo, con el franco deleite infantil de quien aguarda a un querido camarada. Kilmeny nunca estaba en el mismo estado de ánimo mucho rato. Ora estaba p
grave, ora alegre, ora majestuosa, ora reflexiva. Pero siempre estaba encantadora. Por retorcidos que fueran los Gordon, su influencia no había podido romper aquella perfección de gracia y simetría. Su mente y su corazón absolutamente incontaminados de las esencias mundanas, eran tan maravillosos como su mismo rostro. Toda la fealdad de la existencia había pasado sobre ella sin tocarla, envuelta como estaba en la doble soledad de su crianza y su mudez. Era naturalmente rápida e inteligente. Deliciosos relámpagos de ingenio y buen
humor chispeaban ocasionalmente. Podía ser caprichosa… aún encantadoramente caprichosa. Algunas veces cierta ingenua malicia brillaba en las profundidades de sus ojos azules. Hasta el sarcasmo suave no era desconocido para ella. De vez en cuando hacía alguna graciosa, referencia a la mentada superioridad y vanidad masculina, con unas pocas lineas elegantemente escritas en su pizarra.
Asimilaba las ideas de los libros que leía con rapidez, con interés y con verdadera
profundidad, siempre aferrándose con un misterioso buen criterio a lo mejor y a lo
verdadero y rechazando lo falso, lo artificial y lo débil, mostrando una infalible
intuición de la cual se maravillaba Eric. La de ella era la lanza de Ithuriel, apartando
la escoria de las cosas y dejando sólo el oro puro. En modales y en apariencia todavía era una niña, aunque de tanto en tanto era tan vieja como Eva. Una expresión que aparecía en su rostro riente, un sentimiento sutil que se revelaba en la sonrisa, contenía toda la erudición de la mujer, toda la sabiduría de las edades.
Su manera de sonreír lo seducía. La sonrisa siempre nacía en lo más profundo de sus ojos y saltaba luego al rostro como un resplandeciente arroyo cantarino contento de ver el sol.
Él lo sabía todo acerca de su vida. Ella le contó su historia tranquilamente. A
menudo se refería a su tío y a su tía y parecía profesarles un gran afecto. Rara vez, en cambio, hablaba de su madre. Eric llegó a comprender menos por lo que decía que por lo que no decía, que Kilmeny, a pesar de que había querido a su madre, siempre le había tenido miedo. No había existido entre las dos la natural y hermosa confianza que une siempre a las madres con sus hijas.
Acerca de Neil escribía bastante en la pizarra al principio y parecía tenerle afecto
verdadero. Pero más tarde dejó de mencionarlo. Tal vez —porque era
maravillosamente lista para captar e interpretar los cambios rápidos de expresión en las voces y en los rostros—, comprendió lo que el mismo Eric había comprendido de sí mismo que sus ojos se ensombrecían al pensar en el nombre de Neil.
Una vez le preguntó ella abiertamente:
—¿Hay mucha gente como usted en el mundo?
—¡Miles! —repuso Eric riendo.
Kilmeny lo contempló gravemente y después, movió la cabeza con un gesto muy decidido.
—No creo eso —escribió—. No conozco mucho del mundo, pero no creo que
haya mucha gente como usted.
Una tarde, cuando las lejanas colinas y los campos se revestían ya del tono
púrpura a que estaban acostumbrados, Eric llevó al viejo huerto un pequeño y gastado volumen que contenía una historia de amor. Era la primera vez que él le leía algo referente a tal tema, porque en la primera novela que le había facilitado, el amor no era más que un detalle subordinado y al cual se prestaba un leve interés. Éste, en cambio era un hermoso y apasionado idilio, exquisitamente expuesto.
Se lo leyó a la niña, echado en el césped a sus pies; ella escuchó con las rodillas
tomadas entre las manos y los ojos bajos. No era una historia extensa y cuando hubo
terminado, Eric cerró el libro y levantó la mirada interrogante.
—¿Le ha gustado, Kilmeny?
Muy lentamente, ella tomó su pizarra y escribió:
—Sí, me gustó. Pero también me ha lastimado. No sabía que una persona podía gustar de una cosa que la lastima. No sé bien por qué me ha lastimado. Tengo la impresión de haber perdido algo que jamás tuve. ¿Es un sentimiento sumamente tonto, no es verdad? Pero no comprendí el libro muy bien, le diré. Se trata del amor y yo sé muy poco del amor. Mamá me dijo una vez que el amor es una maldición y que debía orar para que nunca entrara en mi vida. Lo dijo muy seriamente y así es que la creí. Pero su libro enseña que es una bendición. Dice que es el sentimiento más espléndido y maravilloso que puede haber en la vida. ¿Cuál de las dos cosas he de creer entonces?
—El amor… el verdadero amor… nunca es una maldición, Kilmeny —respondió
gravemente Eric—. Hay un falso amor que si es una maldición. Tal vez su madre
pensó que ése era el amor que penetró en su vida y la arruinó. Por eso habría
cometido ella el error. No hay nada en el mundo… ni tampoco en el Cielo, como yo
mismo creo… tan verdaderamente hermoso, maravilloso y bendito como el amor.
—¿Alguna vez ha amado usted? —preguntó Kilmeny con la crudeza que
resultaba a veces de las frases que no tenía más remedio que escribir en su pizarra.
Hizo la pregunta con sencillez terrible y sin el menor embarazo. No conocía
ninguna razón para que el amor no pudiera ser discutido con Eric, así como discutían otros temas —música, libros, viajes—, y con los cuales no había inconveniente.
—No —respondió Eric honestamente—, pero todos tenemos un ideal de amor
con el cual se espera encontrar algún día… «la mujer ideal de los sueños de un
mozo». Supongo que yo tengo el mío, escondido por alguna parte, en alguna cámara secreta del corazón.
—Supongo que el ideal de mujer de usted, debe ser hermoso como la dama de ese
libro.
—¡Oh, sí! Estoy seguro de que no podría jamás interesarme por una muchacha
fea —declaró Eric riendo un poco mientras se ponía de pie—. Nuestros ideales son
siempre hermosos, se conviertan en realidad después o no. Pero el sol se está
poniendo. Indudablemente que el tiempo vuela en este huerto encantado. Yo creo que usted embruja los minutos, Kilmeny. La muchacha que lleva su mismo nombre en el poema, era en cierto modo una doncella hechizada y misteriosa, si es que recuerdo bien, y le pareció que el transcurso de siete años en el éter era lo que representa para la gente común medía hora sobre la tierra firme. Algún día me despertaré de mi supuesta «hora» tendido aquí y descubriré que soy ya un viejo con el pelo blanco y las ropas raídas, como en el cuento de hadas que leímos la otra tarde. ¿Me permitirá que le regale este libro? Yo podría cometer el sacrilegio de leerlo nuevamente en otra parte que no sea este huerto. Es un libro muy antiguo, Kilmeny. Un libro nuevo, con el olor todavía de los anaqueles de la librería no serviría para ponerlo en sus manos.
Éste es uno de los libros que tenía mi madre. Ella lo leía y lo amaba. ¿Ve usted?… los pétalos de rosa que un día puso entre las páginas todavía están aquí, casi desvanecidos. Voy a poner su nombre en él… ese extraño y bonito nombre que usted tiene, como si hubiese sido creado especialmente para su persona… «Kilmeny la del Huerto»… y la fecha de este perfecto día de junio, en el cual hemos estado leyendo juntos. Después, cada vez que usted lo mire se acordará de mí y de las flores blancas
que se abren ahora mismo a su lado y del murmullo del viento en la copa de esos
viejos pinos.
Tendió el libro hacia ella pero ante su sorpresa, Kilmeny sacudió la cabeza a la
vez que se sonrojaba.
—¿No aceptará el libro, Kilmeny? ¿Por qué?
Tomó ella su lápiz y escribió lentamente, no en la forma ágil y veloz con que lo
hacía siempre.
—No se ofenda conmigo. No necesito nada para recordarlo, porque nunca podré
olvidarme de usted. Pero será mejor que no acepte el libro. No deseo leerlo
nuevamente. Trata del amor y es inútil que aprenda cosas del amor, aunque sea un
sentimiento noble como usted dice. Nadie me va a querer jamás a mi. Soy demasiado fea.
—¿Usted? ¿Fea? —exclamó Eric.
Estuvo a punto de lanzar una carcajada ante la idea, cuando una mirada al severo
rostro de la muchacha lo contuvo. Tenía una expresión dolorida, amarga, como la que recordaba haber visto una vez, cuando él le preguntó si no sentía deseos de conocer el mundo.
—Kilmeny —le respondió asombrado—, ¿no cree usted realmente que es fea, no
es cierto?
Ella asintió sin mirarlo y después escribió:
—Oh, sí, que lo soy. Lo sé hace tiempo. Mamá me dijo hace mucho tiempo que
soy muy fea y que nadie querría nunca ni mirarme. Lo siento. Me duele mucho más
saber que soy fea, que pensar que no puedo hablar. Supongo que pensará que es una tontería de mi parte, pero es así. Es por eso que no volví al huerto por tantos días, aun cuando había superado mis temores. Odiaba la idea de que le iba a parecer fea a usted. Y es por eso que no quiero ir a conocer el mundo y a encontrarme con la gente.
Me mirarían como me miró el vendedor ambulante aquel día cuando salí con la tía
Janet hasta su coche, la primavera después que mamá murió. Se quedó mirándome de tal modo, que me di cuenta de que estaba asombrado de verme tan fea y desde entonces me escondí cada vez que vino a casa.
Los labios de Eric se torcieron. A pesar de su pena por el auténtico sufrimiento
que leía en sus ojos, no podía remediar el sentirse divertido ante la absurda idea de
aquella hermosísima muchacha convencida de que era muy fea.
—Pero, Kilmeny, ¡cuando usted se mira a un espejo le parece que es fea! —
preguntó sonriendo.
—Nunca me he mirado a un espejo —escribió—. No supe que existía un objeto
semejante hasta que mamá murió, y yo leía sobre el espejo en un libro. Después le
pregunté a la tía Janet y entonces me explicó que mamá había roto todos los espejos de la casa cuando yo era una bebita. Pero he visto mi cara reflejada en las cucharas y en una pequeña azucarera de plata que tiene la tía Janet. Y la he encontrado fea… muy fea.
La cara de Eric se hundió en el césped. Por más esfuerzos que hizo no logró
contener la risa, pero no podía permitir que Kilmeny lo viera riéndose de aquel
asunto. Un cierto deseo caprichoso tomo posesión de él y entonces no se apresuro a revelarle a la niña la verdad, como había sido su primer y natural impulso. En lugar
de ello, cuando levanto la cabeza nuevamente, le dijo en tono sereno:
—No crea que usted sea fea, Kilmeny.
—¡Oh! Pero estoy segura de que me ve fea —escribió en tono de protesta la joven
—. Hasta Neil me encuentra fea. Dice que me ve bondadosa y simpática, pero un día
le pregunté si me encontraba fea y dio vuelta la cara y no quiso responderme, de
manera que sé bien lo que él piensa de todos modos. No volvamos a hablar de esto otra vez. Me mortifica y lo estropea todo. Hay veces en que me olvido. Déjeme que toque una melodía de despedida y no se sienta ofendido porque no acepte su libro. Me haría sentir infeliz si lo volviera a leer.
—No estoy ofendido —dijo Eric—, y estoy convencido de que algún día lo
aceptará, después que le muestre algo que quiero que vea. No importa su apariencia, Kilmeny. La belleza no lo es todo.
—¡Oh! Pero es mucho —escribió ella crudamente—. Pero yo le gusto a usted
aunque me encuentre fea, ¿no es cierto? Yo le gusto a usted a causa de mi música,
¿no es cierto?
—Usted me gusta mucho, Kilmeny —respondió Eric, riendo levemente.
Pero había en su voz un cierto tono de ternura que no percibió él, pero que
Kilmeny capto sin embargo, lo que hizo que recogiera su violín con una sonrisa
misteriosa en sus labios.
Allí la dejo tocando y a través de todo el camino que cruzaba el bosque de pinos
resinosos la música lo acompaño como un invisible espíritu guardián.
—¡Kilmeny la Hermosa! —murmuraba—. Y sin embargo la muy chiquilla piensa
que es fea… ella, que tiene una cara que ya quisieran pintar los más grandes artistas.
¡Una muchacha de dieciocho años que jamás se miro delante de un espejo! Me
pregunto si habrá otro caso igual en algún país del mundo civilizado. ¿Qué puede
haber inducido a su madre a contarle semejante falsedad? Me pregunto si Margaret Gordon habrá estado sana mentalmente en los últimos años de su vida. También es extraño que Neil no le haya dicho la verdad. Tal vez no quiera que ella lo sepa.
Eric se había encontrado con Neil Gordon pocas tardes antes, en un baile
campestre, donde Neil había tocado el violín para los bailarines. Influido por la
curiosidad había buscado la compañía del muchacho, que al principio se mostró
conversador y amistoso. Pero a la primera referencia de Eric concerniente a los
Gordon —lanzada con la mayor habilidad—, su cara y sus modales cambiaron.
Pareció encerrarse en sí mismo, mostrando una expresión de sospecha, casi siniestra. Una dura mirada apareció en los ojos oscuros y enormes y lanzó su arco sobre las cuerdas del violín en un discordante chillido, como si quisiera dar por terminada la conversación. Absolutamente nada podía sacarse de aquel mozo con referencia a Kilmeny y sus celosos y lúgubres guardianes.

KILMENY LA DEL HUERTOWhere stories live. Discover now