Prefacio

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El teléfono comienza a sonar incesantemente, interrumpiendo su lectura; ella pone un separador entre las páginas y cierra el libro para dejarlo a un lado. 

Con desgana toma el celular de la mesita de noche y mira la pantalla para ver quién se atreve a llamar tan tarde.

El nombre que lee la hace poner los ojos en blanco y duda por un momento si contestar o no. Al final decide presionar el botón verde y averiguar qué quiere esta vez.

—¿Hola?

—¡La maté, está muerta! —Dispara las palabras en cuanto ella contesta el teléfono, dejándola conmocionada por un instante.

La respiración acelerada, junto con los incesantes resoplidos y jimoteos en la bocina del teléfono, apenas si le permiten entender sus palabras.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —pregunta confundida, mientras se incorporaba en la cama.

—¿Qué no me escuchaste? ¡La maté, soy un asesino! —Empieza a sollozar como un niño, y esto la pone de mal humor, no soporta a los hombres llorones.

—De acuerdo, cálmate y cuéntame que fue lo qué pasó. —Se levanta de la cama y empieza a caminar de un lado a otro de la habitación.

—Yo... yo no quise hacerlo, yo la amaba... —Continúa diciendo mientras rompe en llanto. Un suspiro de exasperación se escapa de sus labios al escucharlo llorar. 

—Cálmate y cuéntame qué pasó. —Repite despacio cada palabra en un tono autoritario—. Si no lo haces no podré ayudarte.

«Cómo odio a las personas débiles», piensa con fastidio.

—Le llevé comida como siempre e intenté alimentarla, pero ella se negaba a comer. —Empieza a narrar—. Yo estaba molesto porque había tenido un mal día en el trabajo y un berrinche era lo último que necesitaba.

—Bien, ¿y luego qué pasó? —Mientras lo escucha se detiene frente al espejo y comienza a admirar su esbelto y bien formado cuerpo, cubierto solo con una tanga roja y un sostén del mismo color.

—Intenté hablarle, hacerla entrar en razón, pero ella solo me miraba con los ojos llenos de odio y desprecio —continúa—. Le rogué que no lo hiciera, que no me mirara de esa forma... pero ella no dejaba de hacerlo. Intenté darle un beso y ella me escupió en la cara y yo... perdí el control. Puse mis manos en su cuello y cuando me di cuenta ya estaba muerta. —Solloza una vez más.

—Entiendo —dice ella con serenidad después de escuchar toda la historia.

—Yo hice todo lo que me dijiste y no funcionó, ella nunca me amó —le reclama.

—Porque no tuviste paciencia, querías resultados demasiado rápido, no entendiste la delicadeza del proceso —le explica—. Pero descuida, yo sé lo que hay que hacer. Escucha muy bien y pon atención; esto es lo que harás para deshacerte del cadáver sin levantar ninguna sospecha y sin que nadie te descubra.

Le da específicas instrucciones de meter el cuerpo sin vida de la chica en una bolsa y limpiar toda el área hasta eliminar cualquier rastro de que ella estuvo allí. Luego le da la dirección de un terreno baldío donde debe llevar el cadáver junto con una lista de objetos. Cuelga el teléfono rápidamente, se viste con ropas ajustadas y oscuras, ata su pelo en una coleta y cubre sus manos con unos guantes negros. Sale de la casa, directamente hasta su auto, y conduce hasta el lugar que habían acordado. 

—¿Trajiste todo? —Es el saludo que sale de sus labios cuando se acerca al sujeto, que la espera junto a su auto, visiblemente nervioso.

—S... sí —tartamudea la respuesta. Por sus ojos rojos se nota que lloró durante todo el trayecto hasta allí.

—Bien, déjame verla —le ordena.

Él obedece al instante y saca la bolsa del baúl, con un poco de dificultad por el peso de la misma; la tira al suelo y la arrastra hasta sus pies. Ella se agacha y abre el cierre, dejando al descubierto el rostro de la joven occisa hasta la altura del cuello, en el cual se pueden ver claramente las marcas de las manos que le quitaron la vida.

—Bien, ahora quiero que tomes la sierra eléctrica y la descuartices.

—¡¿Qué?! —pregunta, horrorizado al escuchar su petición—. No, yo no puedo, no puedo hacerle más daño. Esto... Esto no está bien, tengo que entregarme... —Inmediatamente comienza a quebrarse hasta romper en un llanto que a ella le pareció más que patético.

—Basta, no digas eso, no puedes entregarte. No puedes arruinar tu vida por alguien que no supo apreciar el amor sincero que le ofreciste. —Su tono se vuelve suave y dulzón, casi hipnótico. Se acerca a él y lo hace mirarla a los ojos—. ¿Sabes lo que te harían en la cárcel? Te torturarían, te quebrarían en mil pedazos, una y otra vez durante el resto de tu vida. No podrías soportarlo... Yo no lo soportaría. —Él la mira horrorizado, y ella sonríe levemente al saber que sus palabras surgieron efecto—. Solo deja de llorar —dice retirándole algunas lágrimas con sus dedos—. Dame la sierra, yo lo haré por tí. Tú toma la pala y empieza a cavar un hoyo —le pide.

El chico asustado, pero convencido se limpia la cara con la manga de su suéter y se acerca al asiento trasero del vehículo. Saca otra bolsa del mismo color y de ella extrae las herramientas requeridas. Con manos temblorosas le entrega la sierra a su cómplice, que continúa agachada, y luego se dispone a hacer su tarea.

La mujer abre por completo la bolsa, liberando el cadáver y lo mira de arriba abajo con desdén.

«Ni siquiera era tan bonita», piensa. 

Sin más demora toma la herramienta y se dispone a perforarle la piel a sangre fría, sin inmutarse ante las gotas del líquido que salpicaban su rostro. La tarea le cuesta mucho más tiempo y esfuerzo del que anticipó, pues, aunque la chica era delgada y pequeña, los duros huesos y cartílagos se resisten a la presión que ella les ejerce; incluso tuvo que recurrir al uso de un martillo para golpear la sierra y así hacer que los traspasara. 

El hombre, a unos metros de ella, ve horrorizado cómo ejecutaba la tarea, sin mostrar el más mínimo atisbo de culpa o desagrado en su rostro, más bien parecía que lo disfrutaba.

El resultado final es una escena desastrosa y repugnante. La sangre se esparce por todos lados y las partes mutiladas de la joven víctima yacen en el suelo sin ningún decoro. Ella necesita eliminar todo rastro de que estuvieron allí, así que comienza a colocar las partes del cuerpo de la chica dentro la bolsa.

 —Cuando termines con eso necesito que recojas y viertas toda la tierra que fue tocada por la sangre dentro de la tumba que acabas de cavar.

—¿Por qué...? —En cuanto hace la pregunta se arrepiente, pues ve cómo ella lo mira con ira y fastidio.

—El olor a sangre atraerá moscas y animales salvajes y eso levantaría sospechas. No podemos permitir que se nos escape ni el más mínimo detalle. —Él asiente rápidamente y obedece sin volver a cuestionarla.

Una vez que todo está hecho; que el cuerpo fue descuartizado y enterrado, y ellos están seguros de que todo se ve como si nada hubiera pasado; ella voltea a ver al hombre a su lado, que está entrando en pánico.

—Oh Dios, ¿qué hemos hecho? —dice alterado. 

Necesita tranquilizarlo o el muy idiota terminará por ir a la policía en un arrebato de cobardía.

—Oye mírame. —Sujeta sus hombros y lo hice mirarla directamente a los ojos—. Todo estará bien, solo fue un accidente, no hay nada que temer. —Lo tranquiliza.

—Pero... ella... ya no está. Yo la amaba... y la maté —solloza.

—No fue tu culpa, ella no era la indicada —le dice con una voz dulce e hipnótica—. Pronto volverás a amar otra vez y esto solo será un mal recuerdo.

—¿Estás segura?

—Lo estoy —le dice esbozando una sonrisa—, solo tienes que calmarte y hacer todo lo que yo te diga.

El club de los amores imposibles (+21)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora