Capítulo 33

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No hubo trompetas ni gritos de batalla.

El cielo se había oscurecido con la llegada del Ejército Espiritual. La espesa neblina se paseaba por las calles que atestiguarían el dolor de la sangre derramada. Ángeles y demonios, unidos por sus espíritus guerreros llenos de rabia hacia los viles venatores que los duplicaban en número. Los humanos habían sido evacuados a los terrenos altos de la ciudad de Narshville por decreto del alcalde. Al menos esos inocentes ya no sufrirían en manos de las bestias del más allá, quienes bastante daño habían provocado en su antes aburrida comunidad.

Colmillos y armas blancas se encontraron reiteradas veces. El sonido de las espadas mágicas de los seres alados y las filosas garras de los monstruos era lo único que se podía escuchar, exceptuando los gritos de dolor de algunos seres celestiales heridos o bien los alaridos de las criaturas siendo partidas por la mitad. Los demonios dibujaban símbolos en el asfalto para invocar a los espíritus del inframundo.

Soberbia luchaba con lo poco que tenía. Su fuerza sobrehumana y los súper reflejos que los ángeles le habían concedido en su nacimiento resultaban ser ideales para batallar contra los venatores. El aroma hediondo que sus cadáveres desprendían no fue impedimento para acabar con la vida de muchos más de ellos. Samuel cuidaba sus espaldas, evitando que los ataques sorpresa impactaran en el corazón del Pecado y destruyeran su alma.

Cualquiera pensaría y afirmaría con fervor que la posibilidad de que seres inmortales fallecieran era ilógica. Sin embargo, los entes espirituales se encontraban luchando en suelo mortal y, a raíz de la humanización, cualquier daño profundo podía resultar fatal.

Ira y Avaricia iban al frente de la tropa de demonios, con las espadas que tomaron de los cuerpos de aquellos ángeles que no lograron sobrevivir. La neblina les impedía ver con claridad, por lo que los venatores tuvieron una inmensa ventaja y atacaron a los desprevenidos.

Avaricia cayó de bruces al húmedo asfalto manchado en sangre. Un venator le había clavado sus garras bajo el tórax. Con un grito desgarrador pidió a los demás guerreros que continuaran en batalla sin él; de todas formas, valía más la vida de todos ellos que la suya. Ira fue el único que permaneció a su lado, profiriendo gritos desesperados.

—¡Resiste, Avaricia! —imploró cuando sostuvo a su amigo entre sus brazos—. ¡Solo un poco más, mierda!

El muchacho estaba perdiendo demasiada sangre. Tosió un par de veces, sin poder respirar bien.

—Si no lo logro —murmuró, tragando con dificultad algo de saliva. Le supo a metal, ya que la sangre ahora corría por su garganta—, protege a Pereza por mí.

—No digas eso, carajo —el castaño se mantuvo fuerte, no quería que sus lágrimas fuesen lo último que viera su compañero—. Vas a estar bien. Por la mierda. ¡Vas a estar bien!

Más allá, Pereza y Lujuria zigzagueaban dentro de un sucio pero gran callejón, donde un cazador intangible se paseaba de basurero en basurero convertido en humo negro. La criatura las tomaba desprevenidas y se burlaba de ellas en su idioma. Ambas se colocaron a espaldas de la contraria, formando una clase de barrera protectora.

El bicho atravesaba las paredes de ladrillo rojo que envolvían el pasillo. Las carcajadas no faltaron cuando sujetó de los tobillos a la rubia, haciéndola caer bruscamente sobre un charco de agua sucia. Pereza sujetó sus manos con fuerza mientras que Lujuria era arrastrada hasta lo más profundo del apestoso callejón.

—¡Ni se te ocurra soltarme! —exclamó la mayor con el corazón en la boca. El monstruo jaló de sus piernas aún más fuerte, logrando que también la azabache resbalara sobre el pavimento—. ¡Pereza!

Cuando Soberbia se enamore [✔]Where stories live. Discover now