Preludio |18|

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La casa volvió a quedar en silencio después del encuentro familiar. Los hermanos mayores partieron a sus destinos en la ciudad, Lauren capitalizó a los mellizos para un desafío en Xbox. Dalia subió las escaleras rumbo a su habitación y sintió, más que escuchó, los pasos de su madre acercándose; era de manual que después de la conversación, y develar el secreto a voces, venía la charla madre-hija. Se dio la vuelta bruscamente antes de abrir la puerta de su habitación, quedando frente a frente con Camila, que tuvo que retroceder para no chocar con ella.

—¿Qué pasa?

—Nada —Se quedaron mirando un segundo eterno, donde adivinaron lo que pasaba por la cabeza de la otra. Camila entrelazó ambas manos y habló muy bajo—. ¿Estás bien?

—Tan bien como puedo estar —Que fue lo mismo que decir nada, pero todavía estaba muy enojada por no haber sido notificada antes de los problemas de salud de su otra madre.

—Lo siento.

—No, no lo sientes. Pero está bien, ya dejaste en claro cómo quieres manejar las cosas.

—Dalia...

Abrió la puerta de su habitación y no se molestó en cerrarla, porque sabía que su madre la seguiría. Atravesó el salón principal, dominado por un ventanal cortinado orientado hacia el parque de la mansión, donde estaba su biblioteca personal, escritorio y espacio musical; a la derecha estaba su habitación, en suite con hidromasaje y sauna, y a la izquierda, otra habitación acondicionada como vestidor.

Una puerta conducía a la escalera por la que se podía acceder al ático, en realidad "su parte" del ático, donde habían creado un espacio único para ella, para sus juegos y sus sueños; era su lugar de juegos en la infancia, pero ese espacio había quedado relegado y olvidado hacía mucho tiempo atrás. Mientras su madre quedaba de pie en la puerta, ella puso toda la distancia que pudo y se preparó para su conversación privada.

—¿Qué se suponía que hiciera? ¿Arrastrarte por el camino de la incertidumbre, mientras no sabíamos a lo que nos enfrentábamos?

—¿Y fue mejor dejarme afuera?

—Yo sabía que...

—¿Que yo sabía?

—¿Cómo no podrías? Tú sabes todo.

—Mamá... —dijo, con un lamento, mientras se dejaba caer en la silla frente a su escritorio, con la cabeza entre ambas manos, como si con ello pudiera evitar que le estallara. Camila estaba arrodillada a sus pies en un latido.

—Te ibas a preocupar, ibas a dejar de lado todo lo que tanto nos ha costado lograr por encontrar una solución. Seguramente postergarías tus estudios por investigar, y estás tan cerca de lograrlo.

—¿Tanto te importa que tenga un título secundario?

—No es el título, sé que no lo necesitas para nada. Es el logro.

—¿De ser normal?

—Yo no quiero que seas normal, quiero que seas feliz. Y siento que finalmente eres feliz.

—Hay tanto ruido —susurró, más para sí misma que para su madre.

—Tenía miedo de que toda esta situación te desestabilizara y te sacara de centro. Lo estás haciendo tan bien en el colegio. Has recibido felicitaciones por tu conducta... ¡Felicitaciones! —exclamó, como si fuera el Premio Nobel de Medicina. La tenía muy cerca, sino, hubiera puesto los ojos en blanco—. Después de todo lo que has pasado.

Y todo lo que había pasado era haber nacido con más de ciento treinta puntos de Coeficiente Intelectual y haberlo desarrollado hasta pasarlo a más de ciento cuarenta antes de los seis años. Sabía cuál era su promedio, ciento cincuenta y nueve, pero ellas a los diez dejaron de hacer las pruebas porque ya tenían una experiencia en la familia, que había emigrado a los Estados Unidos, y no querían perderla a ella también. Pero lo que también había pasado era por un sinnúmero de escuelas, institutos especializados y tutores privados, que nada pudieron hacer con ella, a la que algunos quisieron etiquetarla con un Trastorno de Oposición Desafiante. Se rio entre dientes. Se compadeció de la mujer que le dio a la vida y suspiró.

Make me crazy.  {Próximamente}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora