Primer Contacto

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El teléfono zapateó con su habitual violencia sobre la cómoda. Era un modelo antiguo para los estándares actuales, por lo menos dos generaciones atrasado. Su modo vibración era tan violento, que solía desenchufarse del cargador y arrastrarse zapateando hasta el borde de la mesa para rebotar en el piso. Gracias a este particular comportamiento, la pantalla táctil era una telaraña de grietas, y la carcasa estaba remendada por cinta adhesiva en casi su totalidad. Pero era el teléfono de Cacho, y como casi todo en su vida, se ajustaba a la perfección a su personalidad.

Juan Carlos «Cacho» Esquina promediaba los treinta pero parecía de cincuenta. Sin embargo cuando se levantaba de un salto de la cama —como ahora—, parecía un cadáver animado por un espasmo. La sábana se le enredó en una pierna, cayó al piso con una rodilla que crujió sin llegar a romperse. El golpe arrancó del miserable hombre un improperio digno de un estibador de puerto. Tras mucho trastabillar y renguear, recorrió los eternos cinco metros que lo separaban del teléfono que por supuesto, seguía zapateando.

—Bueno..., Esquina —dijo. Atendiendo el teléfono en la habitual fórmula para cuando estaba trabajando. Miró su arcaico reloj pulsera, entornando los ojos por el sueño y la poca iluminación. Eran las tres de la madrugada.

—Licenciado, habla Peláez —dijo una voz de hombre sencillo desde el otro lado del teléfono, y al notar que no obtenía respuesta, continuó—. Peláez, jefe. El vigilante de la garita de entrada a los cañaverales.

—¡Ah, sí! ¡Peláez! Ya lo recuerdo —replicó Cacho, pero en verdad no tenía ni remota idea—. ¿Qué pasa, Peláez? ¿Por qué me llama a esta hora? ¿Pasó algo? —A Cacho su propia voz le sonaba como si un ejército de pintores hubiera estado lijando sus cuerdas vocales.

—Jefe, tiene que venir. Acaban de encontrar otro de los camiones. Está volcado en uno de los caminos internos —respondió el guardia. Cacho se restregó los ojos. «Otro accidente», pensó con cansancio.

—Voy saliendo. En cinco minutos estoy ahí. ¿Ya le avisaron a la brigada de emergencias? —Tenía que respetar y hacer valer el protocolo. Siempre.

—Ya están en camino, les avisé justo antes de llamarlo.

—Bien hecho, Peláez. Cambio y fuera —dijo Cacho, terminando la conversación como si hubiera estado hablando por radio. Reflexionó que después de todo era cierto que los viejos hábitos demoran en morir.

La habitación era el caos habitual, mezcla de cuadro del más rancio cubismo con creatividad de borrachos, pero sin embargo había algo espartano y práctico en la aparentemente azarosa distribución. Cacho se vistió a toda velocidad, no sin antes soltar un quejido, cuando la tela de jean del pantalón rozó la rodilla golpeada. Los borceguíes pesados estaban apropiadamente tirados al lado de la puerta. Se los colocó con una hábil maniobra que había desarrollado con los años, tirarse al piso y hacer fuerza hasta que los muy condenados entrasen. Luego se incorporó con la agilidad de una pantera cansada, resoplando como un fuelle, tomó el casco de seguridad que lo destacaba entre todos —blanco con una línea vertical roja en la frente—, y salió presuroso de su tráiler habitación.

Condujo la camioneta que tenía asignada al límite de velocidad que le imponía el tacómetro, unos asombrosos cuarenta kilómetros por hora. Pero no podía romper las reglas que tanto esfuerzo le había costado hacer respetar. A pesar de los años de insistente trabajo, todavía era habitual que tuviera una discusión semanal con algún gerente o capataz acerca del exceso. Si bien se trataba de una urgencia, sabía por experiencia que no servía de nada acelerar. La diferencia de tiempo era ínfima para la distancia que tenía que recorrer, que eran apenas dos kilómetros hasta el acceso a los cañaverales.

Ni siquiera se detuvo cuando vio salir de la garita al guardia, y dedujo que ese era Peláez. Se lo notaba con ánimos de hablar de alguna cosa intrascendente y repetitiva. Cacho se limitó a hacer señas con las luces del vehículo y saludar con la mano, prosiguió sin aminorar la marcha. El camino era un desastre de barro y oscuridad pero Juan Esquina tenía mucha experiencia manejando en pantanales de ese estilo. Lo único que se lamentaba era que no podía fumar mientras sostenía fuertemente el volante con las dos manos para evitar una colisión o derrape. Los labios le picaban de ansiedad por encender un cigarrillo. La camioneta dobló por una curva del camino y unos metros más adelante Juan divisó las balizas de los vehículos y los conos anaranjados de advertencia. Se detuvo detrás de la camioneta roja y amarilla de la Brigada de Emergencias y descendió. Inmediatamente buscó un cigarrillo del bolsillo delantero de su camisa, se lo puso en los labios y buscó a tientas el encendedor, pero no lo encontró. Ya resignado, se acercó al hombre joven y alto que observaba el siniestro desde una prudente distancia. Su posición con los brazos en jarras le daba cierta autoridad.

Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now