Trampa

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La curva antes de los baños de Villa Azúcar era el punto de encuentro designado. Los vehículos comenzaron a llegar antes del anochecer. Primero una camioneta del ingenio y la ambulancia, después la policía, y por último llegó el vehículo de la brigada contra incendios. Algunas pocas personas llegaban a pie desde el caserío de los zafreros.

El traslado del niño mestizo estaba programado para esa misma noche, no podían esperar más. Así le habían comunicado a los colaboradores reunidos, todos voluntarios y veteranos del primer enfrentamiento. Cada uno por sus propios motivos había acudido al llamado, la mayoría por lealtad a Esquina o Aldo, aunque también por venganza a los caídos. Estaban los dos sobrevivientes de la brigada contra incendios con Enrique Estévez al mando —exultante y sonriente con su mameluco naranja—, el hacha reposando en los hombros; cuatro peones que también habían estado en la iglesia, armados con un par de viejos rifles de caza y machetes a la cintura; la nueva subcomisaria en funciones de Rincón Quemado, Sofía Bonelli; el enfermero Vélez, el profesor Lafuente, la ingeniera García y el jefe Esquina.

Sofía había desistido de convocar a los nuevos agentes de la ley que habían asignado al destacamento del pueblo; eran demasiado nuevos. Por otra parte temía que no supieran reaccionar a la presencia del Familiar. Y si bien ella no había participado del primer enfrentamiento, se consideraba lista para actuar. Trajo además, tres escopetas, de las cuales repartió dos a los peones que estaban desarmados. También le ofreció una pistola a Cacho pero este la rechazó, insistió que se la dé a Laura. La ingeniera sabía los rudimentos básicos de manejo de armas de fuego, Sofía la ayudó a refrescar un poco esos conocimientos.

Cuando todos se hubieron equipado esperaron en silencio. Cacho se adelantó hasta la mitad del camino de tierra, los observó a todos con detenimiento y algo de orgullo, los brazos en jarras. El sol comenzaba a caer por los cerros del oeste.

—Muchachos, damas —comenzó—. Gracias por estar aquí —hubo murmullos de asentimiento—. Sé que pudieron elegir quedarse en sus casas y olvidar todo lo vivido en la iglesia. Pero vinieron. Aun sabiendo que la muerte nos acecha. Eso habla del valor como personas que todos ustedes tienen. Allá adelante —señaló con la mano el camino hacia Villa Azúcar— un niño llora colgado al pecho de su madre, otra niña, no saben si vivirán una hora más. ¡De nosotros depende que lo hagan! ¡Acá no hay milagros ni suerte que valgan! ¡Esas criaturas solo tienen el valor de ustedes, de nosotros, como escudo ante la Bestia! ¡Y qué vamos a hacer con la Bestia!

—¡Hacerla mierda! —gritó desaforado Goyo Vélez, el puño en alto, para sorpresa de todos. Hubo un breve silencio y luego todos se unieron al improvisado grito de batalla del enfermero.

—¡Así me gusta, carajo! —replicó Cacho conteniendo la risa por el súbito arranque del enfermero, que usualmente era muy pacífico.

Se repartieron entre los varios vehículos y avanzaron en columna hasta entrar al poblado de los zafreros. La noche ya había caído.

 La noche ya había caído

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Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now