Sofía

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El regreso a la ciudad fue todo lo revitalizante que solía ser para Sofía. Sin mosquitos, sin el calor y la humedad abrumadora de Rincón Quemado; que la sometía a la incomodidad casi permanente de su propia transpiración; a la áspera tela del uniforme pegándose a su cuerpo en lugares que no debería. En fin, a la misma mierda todos los días.

Apenas el autobús superó El Portezuelo —la entrada al valle de Lerma, que a su vez albergaba la ciudad de Salta— pudo percibir un suspiro mudo de alivio en casi todo el pasaje. Especialmente en su acompañante, el profesor Armando Lafuente.

Sofía tenía sentimientos encontrados con ese hombre que viajaba a su lado. No era maleducado, tampoco descortés, era muy culto y hasta entretenido —de hecho le había hablado de historia precolombina todo el trayecto—; pero tenía una cierta brusquedad en sus modos, y también hablaba demasiado de todo menos de él. Como si quisiera de forma inequívoca sacar la atención de su persona, o como si estuviera ocultando algo.

A la policía ya no le sorprendía nada de esos dos, Cacho y Armando, tenían tantos secretos y cosas extrañas. El mundo de Sofía había dejado de ser el racional para cada vez hundirse más en la superstición y la fantasía, o eso le decía la parte lógico-analítica de su mente. Pero en el fondo, sabía que era todo verdad, su instinto le gritaba que creyera, y eso la aterraba.

El autobús, finalmente, se detuvo en la terminal. El sol comenzaba su periplo para ir a descansar. La policía y el profesor descendieron y recogieron sus equipajes.

—Bueno, mi estimada Sofía —comenzó Armando, con su tono siempre tan académico e impersonal—. Ha sido una compañera de viaje encantadora.

—Lo mismo digo, Armando —contestó Sofía con una sonrisa que estaba entre el compromiso y la sinceridad.

—Estaré en contacto por todo aquello que nos acerque más a una salida de este... embrollo —dijo Armando. Se lo notaba feliz.

—Yo no llamaría "embrollo" a todos los muertos que se vienen acumulando —replicó Sofía tratando que no se notara su fastidio por el tono despreocupado del otro. Pero Armando tomó nota, cambió su actitud en una fracción de segundo.

—Mis disculpas, oficial. El buen clima me pone de un humor que no es coincidente con la gravedad de la situación —contestó el hombretón con una ligera inclinación de cabeza—. Estaré en contacto, que tenga buena suerte —agregó, y se retiró arrastrando su valija con rueditas. A la policía le pareció que el viejo profesor movía las caderas de un modo algo exagerado.

La visita de Sofía no era de las planificadas, y la verdad no sabía si tenía ganas de ver a sus padres. Estos nunca habían estado de acuerdo con su elección de carrera, les parecía que estaba muy por debajo de sus expectativas sociales. Su hermano mayor vivía en Buenos Aires y trabajaba para un reconocido banco, mientras que la menor viajaba como mochilera por el mundo, acompañada de algún novio de ocasión. Inclusive ese viaje de su hermana les parecía más productivo a los padres de Sofía.

Pero ella había elegido ser policía, se había opuesto a todos los designios familiares de ser abogada o arquitecta, como su padre y madre, respectivamente. Hasta la fecha, lo meditaba y no entendía cabalmente la razón que la impulsó a tomar ese camino. Por lo que recordaba, su abuela materna siempre decía que tenía una obsesión con la verdad y que eso no la llevaría nunca a buen puerto. Nunca era bueno obsesionarse con nada. Y no estaba del todo equivocada.

Esa obsesión con la verdad es lo que la había alejado de una —tal vez— promisoria carrera como abogada, o inclusive juez. Sabía por observar las acciones de su padre, que un abogado no defiende la verdad sino a su cliente, que no es lo mismo. Y que solo se llegaba a juez mediante innumerables maniobras sociales y políticas en el mundillo que era el Poder Judicial.

Tapao (Borrador)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora