Amenazas

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Aldo Padilla, no era considerado por los demás indios un chorote auténtico, por sus venas corría sangre de blanco de muchas generaciones atrás. Era inmenso, casi dos metros de altura y ciento treinta kilogramos de puro músculo, pero no era esa musculatura clásica de gimnasios, sino la que da el trabajo duro en el campo. Tenía el rostro tosco; nariz ancha, ojos algo juntos, pómulos altos y un corte de pelo de tazón que no ayudaba en lo más mínimo a mejorar sus facciones.

Cuando el Viejo Pascual comenzó a seleccionar a sus aprendices, el último en ser elegido fue Aldo. Era hosco y le costaba aprender, pero tenía la fuerza de voluntad y la concentración para seguir adelante aunque todo el mundo le dijera que no. «Testarudo como una mula» solía decirle el viejo chamán. Con los años, todos los demás aprendices fallaron o se fueron a buscar mejor vida en la ciudad. Pero Aldo no se rendía, y Pascual lo inició en los conocimientos más antiguos de su curandería, a regañadientes.

En esas enseñanzas, la primera advertencia siempre fue «Nunca confiés en el hombre blanco, Aldo, jamás». Pero por lo que el aprendiz había presenciado, Pascual había confiado, luchado y muerto al lado de los hombres blancos. No había sido una pelea justa, les robaron la victoria hacia el final. Y el antiguo aprendiz, así como era testarudo, tenía una larga memoria.

El «hombre blanco» al que llamaban Cacho Esquina y la hembra policía, lo observaban meditar, esperando su respuesta con impaciencia. La vieja choza de Pascual, que también era consultorio, no era de las más frescas; era tanto el calor y la humedad ambiente que se veía un vaho ondulante levantarse del piso de tierra.

—Dicen que viene por el crío —refunfuñó Aldo. Apenas audible y entendible.

—Sí. Tiene la marca de los dueños del ingenio —aclaró Cacho por enésima vez, se señaló el lugar donde usualmente estaba el lunar, al costado derecho de la nariz—, es hijo de Hipólito, o de algún bastardo del viejo dueño. Entre ellos está el que maneja al Familiar.

—Entiendo —musitó Aldo, se quedó cabizbajo y meditabundo. Sofía lanzó un bufido de fastidio. Hacía veinte minutos que esperaban una respuesta.

—¿Entonces? ¿Qué vas a hacer? —indagó la policía con fastidio. El indio la miró con desprecio, pero también con un deseo nada reprimido. Sofía cruzó los brazos sobre el pecho y le sostuvo la mirada, desafiante, no era la primera vez que la desvestían con los ojos.

—No es del «blanco» que murió en la iglesia, eso sé —contestó Aldo, dirigiéndose a Cacho, no se rebajaría a tratar con una mujer.

—¿Cómo sabés? —repreguntó Sofía. El indio contestó sin mirarla.

—Porque nunca vino acá y la pequeña «yegua de cría» jamás salió de Villa Azúcar... como corresponde a las «hembras».

Cacho atajó a Sofía con la Mirada, la vio arder de rabia por el epíteto que Aldo le había puesto a la niña-madre. Si hubiera sido otra ocasión, hasta la hubiera ayudado a moler al nuevo chamán a patadas, pero no era el momento. Necesitaban aliados, y mal que le pesara, Pascual con sus curanderías lo había ayudado a contener y hacer vulnerable al Familiar. Era probable que Aldo también pudiera.

Esquina sacó su celular, le mostró al nuevo chamán las fotografías de los bastardos muertos. Aldo miró con sus duros ojillos, prestando atención a cada imagen, meneaba la cabeza a medida que iban pasando.

—No, ninguno de esos venía a «comprar».

—¿Y quiénes más venían? —preguntó Cacho, guardando el celular.

—Muchos criollos y blancos, traen sus críos gordos a conocer mujer —contestó Aldo, con total franqueza. Sofía contuvo una arcada.

—¿Podés saber quién fue? —preguntó Cacho, aunque era un tema en el que no deseaba meterse en lo más mínimo.

Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now