Armando

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Poco podía imaginar Armando Andrés Lafuente cuando tenía apenas doce años, que su vida decantaría por donde estaba ahora. En esas épocas de los Años de Plomo en Argentina era impensable que su futuro fuera otro que un matrimonio sin amor para guardar las apariencias y salvar el honor de su familia. Si bien no entendía demasiado bien qué le ocurría, sabía perfectamente que las mujeres no le atraían en lo más mínimo, pero su respiración se agitaba cuando veía a sus amiguitos correr transpirados tras una pelota o peor aún, cuando hacían concursos de ver quien orinaba más lejos y tenía que hacer un esfuerzo supremo para no observarlos descaradamente mostrando sus todavía infantiles genitales, algunos ya con indicios de vello púbico que lo desvelaba por las noches.

La palabra puto o marica era recurrente para denigrar a los varones que mostraban el más mínimo ápice de femineidad, y de verdad que funcionaba. El ostracismo que producía esa categorización era generalizado y por ello lo evitaba lo más que podía. Muchas noches rezó incansablemente pidiéndole a Dios que lo salvara de ese flagelo que le atenazaba las entrañas con deseos carnales, que consideraba impuros desde su crianza católica apostólica y romana. Pero todo era inútil, nadie escuchaba ni mucho menos respondía. O eso creía él.

Cuando cumplió quince años, cansado y solitario, decidió con la audacia de la juventud y la desesperación, que si Dios no le contestaba era hora de hablar con la competencia. Compró un libro de esoterismo y satanismo en una librería desvencijada que solía vender ese tipo de contenidos, desde magia blanca hasta negra, pasando por la roja y otros colores inventados, también vendían cartas de tarot y novelas pornográficas. En cierta forma era congruente la mezcla de géneros, ya que todos eran considerados de alguna forma perversiones para gente rara.

Devoró el libro al amparo de las noches con una linterna, ya que si sus padres descubrían lo que estaba leyendo probablemente terminaría en un seminario o en la consulta de un psicólogo muy cristiano, o peor aún en alguno de esos tratamientos que hacían para curar homosexuales. El contenido era apasionante, prohibido como sus deseos, parecía peligroso también, lo que lo hacía más deseable todavía. Al cabo de pocos días trataba de hacer sus primeros rituales, dibujando con tiza en el piso y colocando velas que robaba de la cocina. Había veces que sentía un ligero aire agitar las llamas de las velas y creía sentir una presencia en la habitación, entonces un sudor frío le corría por la espalda haciéndolo estremecer de miedo, acto seguido corría despavorido a su cama y se tapaba hasta la cabeza con las sábanas y mantas hasta que se dormía. Tenía sueños agitados, llenos de hombres sudorosos que lo poseían una y otra vez para su deleite. Pero a pesar de todos sus intentos, jamás pudo conseguir contactar con el Adversario, ni siquiera él quería ayudarlo a superar sus flaquezas ¿Tan poco valdría su alma? Pensaba Armando, con el desconocimiento que casi todos los humanos tienen al respecto.

Sin embargo el esoterismo le brindó algo más que sustos, le abrió las puertas a un mundo de gente afín que concurría a la misma vieja librería. Así conoció al que sería su primer amante, un hombre algo afeminado en sus treinta que apenas lo vio supo que eran afines, con ese sexto sentido que tenía la comunidad gay de la época. Los dos eran parte de un grupo de siete personas de todas las edades que habitualmente se reunían en alguna de las casas a debatir y hacer rituales místicos. Una noche cuando todos se retiraron, Armando quedó solo con el dueño de casa, el treintañero afeminado lo desvistió con los dientes y le arrancó todas las dudas de su identidad para siempre. Tenía diecisiete años.

La relación era meramente sexual para el hombre adulto, que era un conocido depredador de jovencitos en el círculo gay de la ciudad, pero para Armando fue el primer amor de su vida. Hizo cosas humillantes para conservarlo aun cuando sabía que el sujeto tenía mil y una aventuras. Hasta que un día el hombre enfermó de forma repentina, entraba y salía del hospital, cada vez estaba peor. Comenzó a escuchar rumores de algo llamado la "peste rosa" que atacaba solamente a los homosexuales, y que cuando la contraían, irremediablemente morían de una forma horrible. Se preguntó si él la tendría, no es que en esas épocas se usaran demasiados métodos de protección, era casi un tabú ir a comprar preservativos y por otra parte los hombres no podían embarazarse, no había necesidad de disminuir el placer con una barrera de látex. O eso creía en esas épocas.

Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now