Cuarto Contacto

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Armando Lafuente trató sin éxito y por enésima vez, de acomodar sus ciento treinta kilos en la butaca del bus. Además de no encajar en las dimensiones del asiento, sus regordetas piernas tampoco se acomodaban en el espacio entre su butaca y el respaldo de la que estaba adelante. Para colmo de males, el aire acondicionado del bus funcionaba de manera muy esporádica; produciendo en todo el pasaje una suerte de baño turco en movimiento. El olor a sudor humano era prominente en todo el vehículo, y por una vez, Armando se alegró de no ser el único con incomodidad por transpiración.

El bus se detuvo al costado del camino y abrió sus puertas para que suban pasajeros. Con ellos entró una gruesa nube de tierra del camino; una manta amarilla que se suspendió unos segundos en el aire para después posarse en todas las partes húmedas de los viajeros. Los lentes de Armando se cubrieron con una película de polvo que rápidamente se humedeció con el ambiente saturado del lugar. Una lugareña que había subido en esa parada se acercó al asiento contiguo de Armando y se sentó. La mujer, de una edad indefinida entre los veinte y los cuarenta, sacó de entre sus humildes ropas una naranja y comenzó a pelarla con las uñas, distraídamente. El olor cítrico de la fruta inundó las ya saturadas fosas nasales de Armando.

—¡Maldito Cacho! —balbuceó furioso Armando, comenzando a limpiar con su pañuelo los lentes.

—¿Una naranja? —ofreció la mujer recién llegada, extendiendo una fruta con su mano de piel curtida por trabajar de sol a sol.

Armando miró la fruta con aprensión, sus ojillos porcinos solo se fijaban en las uñas que la sostenían: negras de suciedad, algunas partidas y otras extremadamente largas.

—No, muchas gracias. Muy amable de su parte, pero no —respondió Armando con toda la educación posible.

—Usté se lo pierde..., gordito —replicó la mujer. Guardó la naranja entre sus sucios ropajes y continuó pelando su propia fruta con las uñas.

—¿P-p-perdón? ¿Gordito? —atinó a decir Armando, visiblemente ofuscado por el comentario sobre su peso. La mujer rió, divertida.

—No se enoje, patrón. Acá no somos tan educados como en la ciudá —contestó la mujer, todavía divertida.

Con una delicadeza inusual separó un gajo de la naranja, lo observó con deleite entre sus uñas pútridas y de un bocado lo devoró. Masticó ruidosamente con la boca abierta y escupió dos semillas al piso.

—Me doy perfecta cuenta —agregó Armando con evidente desagrado. El olor de la fruta era de un dulce nauseabundo, y parecía pegarse al paladar aunque no la estuviera comiendo.

—¿Y a qué viene un gran señor como usté por estos lados? —preguntó la mujer mientras sus uñas se preparaban para ejecutar otro gajo de naranja.

—Me sabrá disculpar, señora mía, pero no creo que tengamos el nivel de confianza para éste tipo de conversación —replicó Armando, educado, pero tajante. La mujer devoró sonoramente otro gajo y escupió las semillas.

—Si usté lo dice —respondió la mujer con un ligero alzarse de hombros, la sonrisa que mostraba ya no era tan divertida—. ¿Y quién es ese Cacho que tanto maldice?

—Creo que no fui lo suficientemente claro..., señora —advirtió Armando, con su tono de autoridad más académico. Ya estaba bastante fastidiado por el viaje, y aún quedaban dos pueblos para llegar a Rincón Quemado—. No pretendo entablar ningún tipo de conversación de índole personal con usted.

—¿No? —preguntó la mujer, como absorta.

Se llevó otro gajo de naranja a la boca y lo masticó sonoramente. Armando pudo notar los dientes manchados de negro de la mujer y como el jugo de la fruta se colaba entre las comisuras de su boca.

Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now