Memoria

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Laura terminó de redactar el informe técnico del accidente y envió la orden a la impresora. Se sentía satisfecha con lo que había escrito, pero de alguna forma, el proceso por el cual lo había elaborado estaba sumido en una nebulosa de su memoria. Una mano brusca sacudió su hombro y de a poco fue comprendiendo que también la estaban hablando.

—¡Ingeniera! —dijo con malos modales la voz que acompañaba la mano—. ¡Ingeniera! ¿Me comprende? —Laura solo atinó a sacarse de encima esa garra pesada que le apresaba el hombro, fue un movimiento casi robótico.

—¡Ya lo escuché, Morales! Suélteme, por favor.

—Bueno, ya era hora que me conteste. Hace como dos minutos que la estoy hablando y no me contesta —replicó el hombretón con visible molestia.

Laura midió a su «superior» con ojos que disparaban figurativos dardos envenenados. Héctor «Tito» Morales era un hombre sencillo y de cierta bestialidad; no era ingeniero sino un idóneo, que había heredado el puesto de jefe de mantenimiento cuando su padre se retiró. Este a su vez, había heredado el puesto del abuelo de Tito.

No es que Morales fuera del todo incompetente como mecánico, pero era de esas personas que se sienten amenazadas cuando aparece alguien con título universitario y las colocan bajo su mando. Y Laura, en su condición de mujer, le sumaba un plus al desprecio del sujeto.

Morales apenas podía contener su furia, y los ojos enrojecidos por años de no usar protección cuando soldaba, ahora estallaban en sangre. Su mameluco azul manchado de grasa atemporal, no le prendía por el frente. Esto debido al inflamado y oscuro vientre —que exhibía sin vergüenza— con una pelambre oscura digna de un animal; y que tampoco hacía por disimular sus casi doscientos kilos, mal distribuidos en poco menos de un metro ochenta de estatura. Laura se incorporó en todo su diminuto tamaño y encaró al casi simiesco hombretón.

—Que sea la última vez que me pone una mano encima ¿Me entendió, Morales? —susurró amenazante la ingeniera, a medida que la bruma se disipaba en su mente.

—A mí no me amenacés, pendeja. Con título o sin título, yo voy a seguir acá, mientras que todos ustedes pasan y se van. Además que la patronal confía en mí —replicó Morales vomitando todas sus frustraciones y complejos de inferioridad en una sola frase—. Ustedes con sus «titulitos» de mierda, no están hechos para el trabajo duro de acá. Enseguida se van y buscan cosas más livianas.

—¡Usted es un atrevido, Morales! —reaccionó Laura e hizo intento de lanzarle una bofetada, cosa que el hombre bloqueó violentamente con un solo movimiento de sus macizos brazos—. ¡Ay, imbécil! ¡Lo voy a denunciar en la gerencia! ¡Animal!

—Haga lo que quiera..., «ingeniera» —respondió sonriendo con sorna el hombre, y remarcando su desprecio por el título—. Vaya y denuncie, y vea lo mucho que hace la gerencia contra mí —completó, soltando una risita despreciable. Después se retiró con pesadez hacia el taller.

—Hijo de puta —murmuró la ingeniera, frotándose el brazo entumecido y controlando si no había sufrido una posible fisura en la muñeca derecha. Pensó que luego tendría que hacerse una radiografía para estar segura.

Tratando de componerse, Laura observó alrededor con cierta incredulidad, porque no recordaba volver a su oficina en el taller. Pero ahí estaba: los tres escritorios con la única computadora e impresora; las pizarras con esquemas de las calderas y las cintas transportadoras; los cronogramas de revisión vehicular; y las cajas de documentación apiladas en un rincón. La luz del sol entraba por los ventanales de la habitación de tres por cuatro, difuminada por los vidrios granulados que se usaban hace medio siglo; y que tenían por lo menos veinte años de tierra pegada.

Tapao (Borrador)Where stories live. Discover now