CAPÍTULO NOVENO

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El llanto devoraba a la pequeña como el mayor de los desastres de la naturaleza.

—¿Acaso te estás arrepintiendo, hermano?

El dios llamado Akiyama, aquel gólem de piedra que miraba con lágrimas en los ojos hacia aquel portal ovalado y oscuro como la noche, negó con un afligido ademán de cabeza a la pregunta del dios de la Oscuridad.

La negrura impenetrable de aquella magia onduló como el agua de un estanque perturbada por una pequeña piedra, y la cerrazón se difuminó para Akiyama, que pudo ver a la pequeña niña llorar desconsolada, tratando de verlo sin poder, pues para ella, aquel portal seguía tan negro como el abismo.

—Te permito verla por última vez —dijo el dios Okuro—, para que decidas si realmente quieres que sea la última. En tus manos dejo que este portal se cierre para siempre, o por el contrario, si quieres que la niña vuelva contigo.

Akiyama, aquel dios de piedra tan alto como cinco hombres, echó su afligida mirada a un lado y negó con la cabeza, a sabiendas de que nunca más volvería a verla y oírla.

—Ciérralo —dijo con aquella voz que recordada a cuevas y grutas—. Ciérralo y haz como te dije; no me digas nunca dónde la dejaste. Ya te lo pida de rodillas.

El viento sacudió el oscuro y alborotado cabello de Okuro, el dios ataviado con una negra armadura samurái, que al punto bajó la mirada del afligido rostro de su hermano de deidad y devolvió la oscuridad al portal haciendo vibrar el aire, cerrándolo, reverberando como una cuerda al tensarse, dejando al olvido aquel llanto desconsolado de la pequeña vampiresa de ojos verdes a quien Akiyama aprendió a querer como a una hija.  


***


Despertó como quien lo hace de una mala pesadilla; dando un respingo sobre la cama.

—¡Por fin! —se escuchó a su lado la voz de Sandra—. Madre, descansa. No te levantes.

Tiserisha, que sin saber cómo tomaba asiento sobre la cama, sintió el agudo dolor que rezumaba en el interior de su vientre y, con un quejido, volvió a tumbarse despacio.

—¿Qué...? —trató de hablar.

—Te han envenenado —gruñó Vladd a la espalda de Sandra—. Algo imperdonable.

Se dio media vuelta y golpeó la pared, haciéndola temblar.

—Tienes que dominar esa ira tuya, hijo —dijo Tish acomodándose entre dolores—. O llegará el día en que derrumbes tu propio hogar.

—El magíster ha dicho que te pondrás bien —dijo Thiago, que abrazaba a su hermana melliza Lucía como quien lo hace en un velatorio—. Y si el magíster lo dice, yo confío en su palabra.

Tiserisha miró al decrépito anciano que encorvaba su espalda en una esquina de la habitación. Vestido con una túnica marrón, hizo algo similar a una reverencia.

—¿Permitís que un humano esté entre los nuestros? —destiló desconfianza la voz de Tiserisha—. Podría haber sido él quien...

—No, Tish —dijo con suavidad el joven de cabello tan rojo como el de su hermana melliza a quien abrazaba—. Él es diferente. Es descendiente del primer druida. Guarda especial aprecio por cualquier inhumano, y no ha hecho más que prestarnos sus servicios desde que cierto día llamara a nuestra puerta. Si hay alguien en quien confiemos entre estas paredes, es sin duda él, Madre.

—Domina la alquimia —dijo Vladd apoyando la mano en la pared, perdiendo la mirada en los confines del suelo—. Si no fuese por sus conocimientos ahora estaríamos llorando tu muerte.

TISERISHA "Tres siglos de odio"Where stories live. Discover now