Capítulo 7: Orgullo

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“Uno ve más demonios que los que el vasto infierno pudiera tener

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“Uno ve más demonios que los que el vasto infierno pudiera tener.”

William Shakespeare.

Ninguno se atemorizó ante el asesinato de Helena. Nadie, salvo Iryna que hiperventilaba, se hallaba alarmado. El mayordomo, de hecho, arrastró por los pies a la joven muerta, llevándosela a algún lugar de la mansión que la muchacha desconocía. Se percató que aquello estaba muy normalizado, que no era la primera muerte que ocurría.

Jamás, en su corta vida, había presenciado algo tan inhumano. Ver los rostros de los presentes sin un ápice de desaliento fue devastador para ella. Incluso Vaas, con aquella expresión burlesca, le sorprendió de grata manera. En ese entonces supo, por fin, que en el Club de los Aristócratas no todo eran lujos, buena comida y un lugar en el que vivir. Había crímenes y quién sabía qué más.

La muchacha tuvo intrepidez, se acercó al señor Boncraft y le habló entredientes:

—¡Es usted un demonio! —señaló en un susurro alto que solo ambos fueron cómplices.

Él la imitó, intimidando su persona. Colocó aquella expresión que ya tanto conocía la chica. Cabeza ladeada, sonrisa jocosa y cejas fruncidas. Se veía tan embelesador como coaccionante.

Vaas no tuvo reparos en rebatir su exclamación.

—Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios danzando sobre mi infierno —dijo con una voz profundamente oscura.

Ella quedó atónita ante su respuesta. Se paralizó mirando sus labios fruncidos, recordando aquel beso propinado en su despacho.

Astrid Salamanca y Darío Díaz la alejaron de la multitud y, sobre todo, de la mirada desafiante de Vaas.

—Me la llevaré a limpiarla, amo —comentó la muchacha—. Está llena de sangre.

Él dio el consentimiento. 

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Iryna anduvo de la mano de Astrid y Darío, que le guiaban hasta el baño para poder limpiarse toda aquella sangre de su fino rostro. Una vez allí, la muchacha no pudo evitar las ganas de vomitar, así que se puso de rodillas frente al retrete. Le había sobrepasado la situación que aconteció. Las arcadas inundaron el sonido del servicio. Los primeros se miraron cómplices sabiendo qué querían decirse.

—¿Primera vez que ves algo así, mi amor? —había formulado Astrid en un tono afable.

Darío alegó por ella.

—No hay que ser muy listo para deducir que sí.

Cuando la muchacha acabó, se dirigió al lavamanos, se enjuagó su boca y el rostro. Los otros dos la visualizaban frente al espejo.

El Club de los Aristócratas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora