Capítulo XXXII: "Me quedaré con Su Alteza" (Parte II/II)

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De los cien hombres que formaron la pequeña avanzada, solo treinta sobrevivieron

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De los cien hombres que formaron la pequeña avanzada, solo treinta sobrevivieron.

Karel y sus hermanos entraron al castillo de Aldara sin hallar resistencia. El gobernador, Odavald Halfrid, se entregó; pidió a cambio que respetaran la vida de su esposa y sus dos hijas, las cuales temblaban a su lado.

Viggo miró al hombre directo a los ojos y este, muy digno, soportó la penetrante mirada mientras las jóvenes sollozaban. Karel aguardó por la respuesta de su hermano. Vergsvert era una nación acostumbrada a la esclavitud, más de veinte años de guerras de unificación habían dejado una gran cosecha de esclavos, los cuales no se limitaban a simples campesinos. Karel sabía que muchos de los nobles adscritos al gobierno de su padre poseían harenes de mujeres, la mayoría provenientes de la nobleza de los reinos sometidos.

Miró a las dos hijas de Halfrid, la más grande era menor que él. La madre, aún joven y hermosa, mantenía una mirada altiva sobre sus conquistadores.

Viggo se demoraba en contestar. El coronel Fingbogi, a su lado, no apartaba los ojos codiciosos de la madre.

—La vida de las damas será conservada, no os preocupéis.

—También su honra —pidió el gobernador depuesto.

—¡No pidáis tanto! —La risa de Fingbogi era chocante. El hombre se había acercado a la madre y le acariciaba un mechón de cabello castaño, la mujer lo miraba con un odio feroz—. Conformaos con saber que vuestra esposa estará bien atendida.

Alrededor de la familia del gobernador también se congregaba la servidumbre, compuesta en su mayoría por mujeres jóvenes. A Karel le pareció vergonzoso y repugnante ver como los soldados de su reino comenzaban a acercárseles y mirarlas con deseo, no lo soportaba. Dio un paso adelante.

—Lo mejor es que las mujeres sean exiliadas.

—¿Exiliadas? —El rostro de Fingbogi se deformó en una mueca de sorpresa, pero luego rio con sorna—. Exiliadas a mi cama, al menos las más hermosas.

Varios soldados rieron el comentario y el estómago de Karel se revolvió.

—Y hasta que eso pase, ponedlas bajo resguardo —continuó el hechicero sin hacer caso de las risas socarronas.

—¡¿Queréis quitarnos nuestro derecho de tener nuestro premio, Alteza?! —lo enfrentó Fingbogi en tono altanero—. ¡Somos guerreros y desde siempre hemos escogido a nuestras esclavas!

Karel estaba asqueado, no podía creer que el coronel y el resto de los soldados de su reino actuaran de esa manera denigrante.

—Pensé que el premio del ejército de Vergsvert era el honor y la gloria de la victoria, no que se hallaba entre las piernas de unas indefensas mujeres.

Fingbogi apretó los dientes, los ojos castaños refulgieron con llamaradas de odio. Avanzó hacia Karel con los puños apretados. El príncipe desenvainó la espada.

El amante del príncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora